El bombero del año en América Latina es caleño
El 20 de septiembre pasado, rodó 300 metros al sofocar un incendio rural. Se recupera.
Carlos Alberto Ortiz Sepúlveda solo se dio cuenta de que estaba en la sin salida de las llamas cuando comenzó a sentir el olor a vello chamuscado. Llevaba ahí metido 10 minutos, sin hacer el debido relevo para regular la temperatura, tratando de apagar unas llamas de tres metros de altura con un batefuego; que es como tratar de matar un león con una escoba.
El jueves 20 de septiembre, el cuerpo de bomberos de la Estación Forestal del Aguacatal había recibido una llamada a las 19 horas en la que los alertaban de un incendio en el kilómetro siete entre Cali y la Vía al Mar, en El Palo de la Bruja, laderas vecinas de 'la sucursal del cielo'. La desesperada voz al otro lado de la línea había vaticinado:
¿Si no vienen rápido, las llamas pueden alcanzar los ranchos al pie de la loma y nos quedamos en la mismísima calle.
En el viejo carro rojo de sirenas dañadas se alistaron cuatro unidades: el maquinista, dos bomberos y Carlos Alberto, que actuaba esa noche como jefe de turno.
Al llegar, hicieron bajar a los jovencitos que querían apagar el incendio a punta de baldados de agua, con los que mojaban un metro cuadrado pero se prendían dos. Parquearon al borde del camino de herradura el carrotanque con 180 galones de agua, desenrollaron la manguera de 200 metros de largo y abrieron el chorro a presión.
Desafortunadamente solo pudieron extinguir el 80 por ciento de las llamas; el resto tenían que hacerlo manualmente.
Decidieron subir a pie con la vieja indumentaria usada desde hace un par de años: uniformes antiflama, la monja que cubre el rostro, guantes, gafas y las botas de cuero. A sus espaldas cargaban las mochilas extintoras con galón y medio de agua cada una; en la cintura, un tarro del preciado líquido para hidratarse y en sus manos, ese palo largo de metal que al final tiene una aleta de caucho al que llaman batefuegos.
Arriba, Carlos Alberto evaluó el perímetro del incendio que faltaba por rematar, calculó que eran cien metros cuadrados más de pendiente. Iniciaron labores de combate manual, aplastando las llamas como quien mata cucarachas con traperos, pero que si se dejan vivas se convierten en indomables fieras amarillas.
Oscuridad, humo, viento, calor, sudor en los ojos. Olor a ropa secada con plancha. De pronto Carlos Alberto perdió la noción del tiempo para salir de la humareda.
De los cinco minutos que dice el protocolo, el caleño llevaba diez. Sin darse cuenta, una de sus botas comenzó a enredarse en una madeja de piola que descansaba en aquella loma en la que los niños elevan cometas. Entonces tropezó e inició una caída al vacío.
Carlos Alberto rodó 300 metros cuesta abajo golpeándose con piedras, ramas y troncos, que era como caerse del último piso de la Torre Colpatria y darse contra las 47 ventanas hasta chocar con el pavimento de la Séptima. Afortunadamente, muchos años atrás la suerte había sembrado un seto de cañabrava que frenó su paso a la muerte.
Su casco, el maletín de agua y el radio fueron encontrados carbonizados. Un grupo de bomberos que había llegado como refuerzo trasladó a Carlos Alberto a la Clínica de Los Remedios, donde despertó al día siguiente preguntando si habían logrado sofocar el incendio.
Un año complicado
Los médicos le dijeron que sí, pero que le tenían malas noticias.
Dictaminaron una lesión severa en la órbita ocular izquierda, múltiples lesiones en todo el cuerpo y por tanto debían operarlo de inmediato. Realizaron una intervención en la que tuvieron que hacerle un corte en U, de oreja a oreja. Le reconstruyeron el globo ocular, e instalaron cuatro piezas de platino ajustadas en su cabeza por una fractura en el cráneo.
La tragedia de Carlos no paraba ahí. Su desdicha había empezado cinco meses antes. El 10 de abril de 2012 su esposa había muerto después de luchar seis años con un cáncer de seno. A Miriam Medina la había conocido en 1993, se casaron, vivieron juntos 17 años y tuvieron un hijo al que bautizaron Nicolás. "Se le vinieron todas encima", dice su compañero Ricardo Arias.
Con la muerte de su esposa y el accidente, los papás de Carlos tuvieron que dejar su casa en Palmira y venirse a vivir a Cali para ayudarlo en su recuperación y velar por su nieto, que hoy tiene 15 años. El pequeño Nicolás está pasando por la encrucijada de la adolescencia, pues busca decidir qué quiere estudiar, pero algo tiene claro: no será bombero como su papá. No le gusta.
De 24 a 8 horas
Carlos Alberto entró a los bomberos en1992, al cumplir la mayoría de edad. Recuerda que lo llevó una amiga de su casa; entonces, le gustaron las dinámicas de rescate y la tarea diaria de salvar vidas.
En su ascenso por la valiente carrera, realizó todos los cursos necesarios para ser profesional. Pasó por las ocho estaciones de la capital del Valle como unidad permanente, hizo algunos ciclos como cabeza de mando, hasta que en el 2012 fue nombrado jefe de turno de la Estación Forestal del Aguacatal.
Hoy hace parte del Benemérito Cuerpo de Bomberos de Cali, junto con 199 profesionales y 250 voluntarios. Carlos Alberto arriesga todos los días su vida por un salario mínimo más el pago de horas extras y dominicales, un promedio de un millón y medio de pesos al mes. Hasta el año 2007 los bomberos debían hacer turnos de 24 por 24 -trabajaban 24 horas y descansaban otras 24-.
Favorablemente con la ley del trabajo, ahora trabajan las ocho horas reglamentarias.
La estación del Aguacatal atiende en promedio treinta incendios forestales a la semana, una veintena de imprudencias caseras y una decena de accidentes de tránsito. No hay un día en el que no se pongan el casco, el overol y las botas.
Casi tres incendios por día
Durante el 2012 los bomberos de Cali han atendido un total de 666 incendios urbanos, 205 rurales, un promedio de 803 hectáreas defendidas del fuego. La capital del Valle del Cauca se ha convertido en una de las ciudades con más incidentes de este tipo en el sur del continente.
Tal vez por dicha razón, el mes pasado, el municipio adquirió nueve máquinas -ocho carrotanques y una máquina de altura- por un valor de cinco millones de dólares. El cuerpo de bomberos más moderno del país.
El 2 de octubre Carlos Alberto Ortiz Sepúlveda fue homenajeado con el premio al Mejor Bombero del Año en el Extranjero. Este reconocimiento lo hace la Oficina de Atención a Desastres de Estados Unidos (Usaid), quienes buscan entre los miles de bomberos de Latinoamérica al rescatista con mayor número de emergencias atendidas eficazmente.
A sus compañeros de trabajo se les nota el aprecio y el respeto cuando hablan de su bombero estrella. "Paradójicamente, una de las virtudes de Carlos era su visión fotográfica. Era un tipo que con solo ver a alguien una vez lo podía dibujar de manera exacta. Nos hace reír con sus caricaturas y nos da tranquilidad con su energía", cuenta Ricardo Arias Llano, quien ha trabajado al lado suyo los últimos 12 años.
Hoy a Carlos le llora el ojo izquierdo constantemente. Lleva tres meses en terapias. Ha recuperado el encuadre de la visión, pero ha perdido el 80 por ciento del parpadeo. Con una sonrisa habla de su vanidad. En lugar de poner el parche en el ojo derecho para darle movimiento al afectado, se lo ponía en el izquierdo para que no le vieran gotear ríos de lágrimas descontroladas.
Como su casa queda a tres cuadras de la estación, cada mañana pasa a darle vuelta a su segundo hogar, así esté incapacitado hasta nuevo aviso. Trata de evitar el vacío que dejó su esposa y el estar pensando en que quizás no pueda volver a ejercer lo que para él significa el mejor oficio del mundo: el de salvar vidas.
Pacho Escobar
http://www.eltiempo.com
El 20 de septiembre pasado, rodó 300 metros al sofocar un incendio rural. Se recupera.
Carlos Alberto Ortiz Sepúlveda solo se dio cuenta de que estaba en la sin salida de las llamas cuando comenzó a sentir el olor a vello chamuscado. Llevaba ahí metido 10 minutos, sin hacer el debido relevo para regular la temperatura, tratando de apagar unas llamas de tres metros de altura con un batefuego; que es como tratar de matar un león con una escoba.
El jueves 20 de septiembre, el cuerpo de bomberos de la Estación Forestal del Aguacatal había recibido una llamada a las 19 horas en la que los alertaban de un incendio en el kilómetro siete entre Cali y la Vía al Mar, en El Palo de la Bruja, laderas vecinas de 'la sucursal del cielo'. La desesperada voz al otro lado de la línea había vaticinado:
¿Si no vienen rápido, las llamas pueden alcanzar los ranchos al pie de la loma y nos quedamos en la mismísima calle.
En el viejo carro rojo de sirenas dañadas se alistaron cuatro unidades: el maquinista, dos bomberos y Carlos Alberto, que actuaba esa noche como jefe de turno.
Al llegar, hicieron bajar a los jovencitos que querían apagar el incendio a punta de baldados de agua, con los que mojaban un metro cuadrado pero se prendían dos. Parquearon al borde del camino de herradura el carrotanque con 180 galones de agua, desenrollaron la manguera de 200 metros de largo y abrieron el chorro a presión.
Desafortunadamente solo pudieron extinguir el 80 por ciento de las llamas; el resto tenían que hacerlo manualmente.
Decidieron subir a pie con la vieja indumentaria usada desde hace un par de años: uniformes antiflama, la monja que cubre el rostro, guantes, gafas y las botas de cuero. A sus espaldas cargaban las mochilas extintoras con galón y medio de agua cada una; en la cintura, un tarro del preciado líquido para hidratarse y en sus manos, ese palo largo de metal que al final tiene una aleta de caucho al que llaman batefuegos.
Arriba, Carlos Alberto evaluó el perímetro del incendio que faltaba por rematar, calculó que eran cien metros cuadrados más de pendiente. Iniciaron labores de combate manual, aplastando las llamas como quien mata cucarachas con traperos, pero que si se dejan vivas se convierten en indomables fieras amarillas.
Oscuridad, humo, viento, calor, sudor en los ojos. Olor a ropa secada con plancha. De pronto Carlos Alberto perdió la noción del tiempo para salir de la humareda.
De los cinco minutos que dice el protocolo, el caleño llevaba diez. Sin darse cuenta, una de sus botas comenzó a enredarse en una madeja de piola que descansaba en aquella loma en la que los niños elevan cometas. Entonces tropezó e inició una caída al vacío.
Carlos Alberto rodó 300 metros cuesta abajo golpeándose con piedras, ramas y troncos, que era como caerse del último piso de la Torre Colpatria y darse contra las 47 ventanas hasta chocar con el pavimento de la Séptima. Afortunadamente, muchos años atrás la suerte había sembrado un seto de cañabrava que frenó su paso a la muerte.
Su casco, el maletín de agua y el radio fueron encontrados carbonizados. Un grupo de bomberos que había llegado como refuerzo trasladó a Carlos Alberto a la Clínica de Los Remedios, donde despertó al día siguiente preguntando si habían logrado sofocar el incendio.
Un año complicado
Los médicos le dijeron que sí, pero que le tenían malas noticias.
Dictaminaron una lesión severa en la órbita ocular izquierda, múltiples lesiones en todo el cuerpo y por tanto debían operarlo de inmediato. Realizaron una intervención en la que tuvieron que hacerle un corte en U, de oreja a oreja. Le reconstruyeron el globo ocular, e instalaron cuatro piezas de platino ajustadas en su cabeza por una fractura en el cráneo.
La tragedia de Carlos no paraba ahí. Su desdicha había empezado cinco meses antes. El 10 de abril de 2012 su esposa había muerto después de luchar seis años con un cáncer de seno. A Miriam Medina la había conocido en 1993, se casaron, vivieron juntos 17 años y tuvieron un hijo al que bautizaron Nicolás. "Se le vinieron todas encima", dice su compañero Ricardo Arias.
Con la muerte de su esposa y el accidente, los papás de Carlos tuvieron que dejar su casa en Palmira y venirse a vivir a Cali para ayudarlo en su recuperación y velar por su nieto, que hoy tiene 15 años. El pequeño Nicolás está pasando por la encrucijada de la adolescencia, pues busca decidir qué quiere estudiar, pero algo tiene claro: no será bombero como su papá. No le gusta.
De 24 a 8 horas
Carlos Alberto entró a los bomberos en1992, al cumplir la mayoría de edad. Recuerda que lo llevó una amiga de su casa; entonces, le gustaron las dinámicas de rescate y la tarea diaria de salvar vidas.
En su ascenso por la valiente carrera, realizó todos los cursos necesarios para ser profesional. Pasó por las ocho estaciones de la capital del Valle como unidad permanente, hizo algunos ciclos como cabeza de mando, hasta que en el 2012 fue nombrado jefe de turno de la Estación Forestal del Aguacatal.
Hoy hace parte del Benemérito Cuerpo de Bomberos de Cali, junto con 199 profesionales y 250 voluntarios. Carlos Alberto arriesga todos los días su vida por un salario mínimo más el pago de horas extras y dominicales, un promedio de un millón y medio de pesos al mes. Hasta el año 2007 los bomberos debían hacer turnos de 24 por 24 -trabajaban 24 horas y descansaban otras 24-.
Favorablemente con la ley del trabajo, ahora trabajan las ocho horas reglamentarias.
La estación del Aguacatal atiende en promedio treinta incendios forestales a la semana, una veintena de imprudencias caseras y una decena de accidentes de tránsito. No hay un día en el que no se pongan el casco, el overol y las botas.
Casi tres incendios por día
Durante el 2012 los bomberos de Cali han atendido un total de 666 incendios urbanos, 205 rurales, un promedio de 803 hectáreas defendidas del fuego. La capital del Valle del Cauca se ha convertido en una de las ciudades con más incidentes de este tipo en el sur del continente.
Tal vez por dicha razón, el mes pasado, el municipio adquirió nueve máquinas -ocho carrotanques y una máquina de altura- por un valor de cinco millones de dólares. El cuerpo de bomberos más moderno del país.
El 2 de octubre Carlos Alberto Ortiz Sepúlveda fue homenajeado con el premio al Mejor Bombero del Año en el Extranjero. Este reconocimiento lo hace la Oficina de Atención a Desastres de Estados Unidos (Usaid), quienes buscan entre los miles de bomberos de Latinoamérica al rescatista con mayor número de emergencias atendidas eficazmente.
A sus compañeros de trabajo se les nota el aprecio y el respeto cuando hablan de su bombero estrella. "Paradójicamente, una de las virtudes de Carlos era su visión fotográfica. Era un tipo que con solo ver a alguien una vez lo podía dibujar de manera exacta. Nos hace reír con sus caricaturas y nos da tranquilidad con su energía", cuenta Ricardo Arias Llano, quien ha trabajado al lado suyo los últimos 12 años.
Hoy a Carlos le llora el ojo izquierdo constantemente. Lleva tres meses en terapias. Ha recuperado el encuadre de la visión, pero ha perdido el 80 por ciento del parpadeo. Con una sonrisa habla de su vanidad. En lugar de poner el parche en el ojo derecho para darle movimiento al afectado, se lo ponía en el izquierdo para que no le vieran gotear ríos de lágrimas descontroladas.
Como su casa queda a tres cuadras de la estación, cada mañana pasa a darle vuelta a su segundo hogar, así esté incapacitado hasta nuevo aviso. Trata de evitar el vacío que dejó su esposa y el estar pensando en que quizás no pueda volver a ejercer lo que para él significa el mejor oficio del mundo: el de salvar vidas.
Pacho Escobar
http://www.eltiempo.com