HISTORIAS REALES DE BOMBEROS.

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Chile
Don Eduardo Llanos Álvarez de las Asturias nació en Corao, concejo de Cangas de Onis, el 12 de agosto de 1833. Sus padres, don Benito Llanos de Noriega y doña Isabel Álvarez de las Asturias Nava y Posada, residían en el Palación, casa solariega de la familia Noriega. Aquí nacieron los hijos del matrimonio: Amalia, Bernardo, Eduardo, Leandro, Luisa, Ana, Rodrigo y Felipe. Eduardo acudió a la Escuela de Corao Castillo hasta los diez años.
En 1843, se trasladó a vivir a Gijón junto a sus tías doña Eulalia y doña Teresa Llanos de Noriega, con el fin de proseguir sus estudios. En septiembre de 1846, fue admitido en la Escuela Especial de Gijón, antiguo Real Instituto Asturiano fundado por don Garpar Melchor de Jovellanos; en este centro cursó los estudios de Cálculo y Náutica, graduándose en junio de 1850....


Su padre, don Benito, decidió entonces enviarlo a América. Salió en dirección a Cádiz en septiembre de aquel mismo año y desde allí embarcó el 30 de diciembre.

Eduardo Llanos el español cuyo paso por Chile lo transforma en uno de los más importantes y señeros iconos patrios de nuestro país. El rescatar el cuerpo del Comandante de la Esmeralda don Arturo Prat Chacón luego del Combate Naval de Iquique el 21 de mayo de 1879, dado el abandono en que se encontraba, lo hace merecedor del respeto y gratitud de todos los chilenos a través del tiempo.

Su gesto fue motivo para que la colonia española fuera reconocida especialmente por la sociedad chilena, lo que estimuló la fundación del Círculo Español el 1º de febrero de 1880. Como es sabido, esta institución es la madre de todas las instituciones españolas a excepción de la Soc. de Beneficencia Española, en cuya fundación participó don Eduardo. En este contexto don Eduardo Llanos se transforma, también en un icono de la colectividad española en Chile.

También fue bombero voluntario, siendo el primer Director de la Compañía Española de Bomberos de Iquique, participando este asturiano como organizador de esa ciudad chilena. De regreso a la capital fue bombero de la 10ª Cía. “Bomba España” de Santiago incorporándose a esa unidad bomberil en 1892, el año de su fundación.

Llega a Valparaíso en mayo de 1851, un mes ante de la fundación del Cuerpo de Bomberos de Valparaíso (30 junio 1851), primer Cuerpo de Bomberos de la República. En el puerto da inicio a una exitosa carrera comercial y comprometida actividad en las Instituciones Españolas del país. El año 1863, es elegido tesorero de la Sociedad Española de Beneficencia fundada en Santiago el año 1854, entidad a la que entregó gran parte de sus esfuerzos, la que fue disuelta a causa de la guerra con España el año 1866. En 1874, forma parte de la comisión en Valparaíso para la primera exposición Internacional (exposición del coloniaje) que se organizara en Chile a instancias de don Benjamín Vicuña Mackenna (3ª Cía. “Claro y Abasolo” de Stgo.) en 1873.

Siendo Iquique territorio peruano, se funda en 1870 la Compañía de Bomberos Peruana “Iquique” Nº1. Luego de ser abandonada por los peruanos y gobernada por Chile, la compañía se reorganiza por la colonia española y se nomina como “Iberia”. Según nos relata don Rafael de la Presa “el 21 de mayo año 1881, se iza en el cuartel, por primera vez en Chile desde el bombardeo de Valparaíso, la bandera española”.

Tras la gesta heroica de Iquique, surge para la historia de nuestro país, la gran figura de don Eduardo Llanos. Los cadáveres del Capitán Arturo Prat Chacón, el Teniente 2º Ignacio Serrano Montaner y el Sargento 2º de Artillería de Marina Juan de Dios Aldea Fonseca gravemente herido (fallece 3 días más tarde) fueron desembarcados del acorazado Huáscar; en la tarde de aquel miércoles 21, y dejados en la puerta del edificio de Gobierno Peruano (hoy ex edificio de la Aduana), expuestos en la vía pública, en la calle situada entre el Muelle y la Aduana, expuestos a la burla y al vejamen público. Además en las celdas de dicho edificio, quedan detenidos como prisioneros de guerra los sobrevivientes de la tripulación heroica de la “Esmeralda”.

El destino de estos marinos parecía ser la fosa común donde sus restos se confundirían y perderían. Tal vez el asturiano Eduardo Llanos no haya pensado en la posteridad, pero sin duda que se sintió conmovido por sentimientos aún más elementales y ajenos a sentimientos nacionales, como la piedad y la dignidad humana; por ello encabezó la iniciativa de solicitar a la autoridad militar peruana, un gesto de caballerosidad y humanismo para darles una cristiana sepultura. La autoridad accede con la condición que fuese en silencio, sin cortejo y sin colocar ninguna marca en sus tumbas. Es acompañado por el gallego Benigno Posadas (presidente de la Sociedad Española de Beneficencia de Iquique, fundada en 1877), el español, residente temporal en Iquique, don Jaime Puig y Verdaguer, don Santos de la Presa Casanueva y otros miembros de la colectividad hispana.

Al momento de ser entregados los cuerpos de Prat y Serrano, son trasladados a la 1ª Cía. de Bomberos; aunque un gran número de de voluntarios eran españoles y de otras nacionalidades, aun no tomaba el nombre de “Española”. En este cuartel se fabrican en forma rápida las dos cajas fúnebres con tablas de botes pesqueros que facilitan cuatro boteros chilenos.
Eduardo Llanos utiliza como mortajas un juego de sábanas, las cuales en una de sus esquinas tenían bordadas sus iniciales.

Una vez terminadas las dos cajas fúnebres, la comitiva marchó con los ataúdes al cementerio que en esa época estaba en el extremo de la ciudad; hoy está en medio de Iquique. Los restos fueron llevados en carretas, dignos, mudos e inmutables, pese a algunas miradas y gestos burlescos de los transeúntes peruanos con que se toparon, hasta llegar al cementerio más triste del mundo, sin cipreses, sin flores, sin verdor, todo árido, todo polvoriento y cálido.
Allí contempló por última vez la faz del capitán Prat, lívida como la amarillenta cera de un velón y con una profunda herida en la sien, y le tocó escribir con tinta negra, sobre una cruz improvisada: Arturo Prat Chacón, Mayo 21 de 1879.

Hay que destacar que un alto porcentaje de ciudadanos en Iquique eran chilenos, a tal punto que formaron una Compañía Chilena de Bomberos Nº6 de Ganchos, Hachas y Escaleras. Al producirse el bloqueo fue cerrada por la autoridad peruana; además después del combate, temiendo un levantamiento de los chilenos, son expulsados de Iquique.

El pueblo chileno debe estar profundamente agradecido de estos caballeros españoles. Pero, como lo expresa don Rafael de la Presa Casanueva, “el acto de los españoles en Iquique, no solo se circunscribió al piadoso enterrar a los muertos, sino también, a dar socorro material y espiritual a los sobrevivientes de la épica hazaña”

Al producirse en noviembre de 1879, la ocupación chilena en Iquique, se nombra como su primer Alcalde al Almirante don Patricio Lynch Solo de Saldivar, quien solicita a don Eduardo integrarse al Municipio dentro de los planes de organización de la ciudad. Posteriormente fue nombrado por España Vicecónsul, título que mantuvo hasta su alejamiento del país.

En noviembre de 1879 al tomar el control las fuerzas chilenas, comienza el retorno de chilenos a la ciudad, reorganizando la 6ª Cía. y acuerdan cambiar el nombre de “Chilena” por “Sargento Juan de Dios Aldea”.

Una vez ocupada Iquique por las fuerzas chilenas los bomberos de la 6ª Cía. toman como suya la difícil tarea de ubicar los restos del Sargento Juan de Dios Aldea. Primero hablaron con los médicos quienes les informaron que tenía un brazo amputado, varios impactos de balas y parte de su cuerpo destrozado. Por estos mismos datos, son informados que sus restos no fueron sepultados en una tumba separada como Prat y Serrano; sino que fueron tirados a la fosa común del cementerio.
Con la autorización del Administrador del Cementerio local, remueven “toda la fosa común del cementerio” hasta que ubican los restos del Sargento Aldea, de los cuales se transforman en custodios permanentes. Conservan los restos en su cuartel hasta que son trasladados al Monumento a los “Héroes de Iquique” en Valparaíso, donde descansan junto a su Comandante y la tripulación inmortal de la “Esmeralda”.

Es importante señalar que como consecuencia del Combate Naval de Iquique y el heroico desempeño de su gloriosa tripulación, el 29 de mayo la 2ª Cía. “Bomba Sur” de Santiago se reúne en Sesión de Compañía y acuerda cambiar su nombre por el de “Bomba Esmeralda” en eterno homenaje a la gesta heroica donde combatieron dos de sus más preclaros voluntarios; el Guardiamarina Ernesto Riquelme Venegas y el Cirujano 1º Dr. Francisco Cornelio Guzmán Rocha, a quienes en póstumo homenaje se les pasa lista eterna en todos los actos de servicio.
También el 29 de mayo veintidos quintinos de Santiago escriben a su Capitán solicitando el cambio de nombre de la 5ª Cía. “América” por el del Héroe Mártir “Arturo Prat Chacón”, y que fundamentan señalando que debe estar en la mente y el corazón de todos los chilenos, que debe ser sagrado talismán de los que defienden la honra de la patria en que como la nuestra, alguna vez suele exigir, abnegación y acaso heroísmo. La petición fue aceptada por todos los integrantes de la 5ª Cía. y ratificada por el Directorio General del Cuerpo de Bomberos de Santiago.

Al terminar la Guerra del Pacífico, don Eduardo Llanos y Álvarez de las Asturias deja el Norte y regresa a Santiago, donde se incorpora a la 10ª Cía. “Bomba España” (se aprobó su ingreso en Sesión de fecha 4 de octubre de 1892), para el día 12 de octubre durante una majestuosa celebración que recordó en Santiago el descubrimiento de América, don Eduardo fue el gallardo portaestandarte de la bandera española, que compartía honores con la italiana y la de todos los países americanos. En la actualidad en la testera del Salón de Sesiones de la “Décima” hay un cuadro con la figura de este noble bombero español.

Don Rafael de la Presa en su libro los Primeros Noventa Años del Circulo Español, nos entrega algunos importantes antecedentes de don Eduardo resumiendo hasta el día de su despedida de Chile en 1897 de la siguiente manera: “Don Eduardo Llanos, que cuando estaba en Santiago hacía del Círculo su casa, pues se lo recibía como a socio de honor, no aceptándosele el pago de cuotas - nadie olvidaba que su gesto había hecho posible el nacimiento del Círculo - se despedía de la Institución, regalándole 27 tomos de la “Biblioteca de Clásicos” de Rivadeneyra, que felizmente aún se conservan, teniendo cada uno de ellos, en su primera página, la firma autógrafa del insigne español. El señor Llanos había sido nombrado por la firma salitrera, Granja, Domínguez y Astoreca (todos sus socios, españoles), Agente en Inglaterra y en España para hacerle propaganda al consumo del salitre. También gestionaría se estableciera una línea de vapores entre Gijón y Valparaíso. Largos años cumplió esas funciones, antes de retirarse de los negocios y volver a su pueblo natal, Corao (Asturias), en donde fallece y es sepultado el 4 de marzo de 1927.

Don Eduardo Llanos y Álvarez de las Asturias, puede ser considerado como el personaje de la historia de nuestro país que, junto al mártir de la “Bomba España” de Santiago, Teniente 2º don Luis Aixalá Plubins, muerto en Acto de Servicio en Valparaíso el 9 de marzo de 1930, aúna mejor los principios hispano bomberiles en Chile. Español de cuna y entregando entusiasta el espíritu hispano en nuestro país; bombero voluntario de dos compañías chileno españolas que hoy son parte de la Confederación de Bombas Españolas de Chile y rescatando para Chile lo más sagrado que puede tener un país, los cuerpos de sus héroes. Valparaíso 1851 (hrm-cca)

Agradecimientos a:
Edmundo Enriquez González, 7ª

http://valparaiso-1851.blogspot.com/2008/09/don-eduardo-llanos-lvarez-de-las.html
 

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"Crónicas del Ayer"...

un hecho real vivido por Bomberos de Antofagasta, escrito por el Profesor y Bombero Ricardo Rabanal....
un homenaje a los hombres de antaño que dieron gloria a nuestra institución.


Ocurrió una vez un incendio en la céntrica calle Latorre de la ciudad de Antofagasta, a la altura del recordado cine con el mismo nombre, incendio que llamo la atención de mucha gente que lentamente se comenzó a reunir para lograr una buena vista de las llamas y humo que teñían el cielo azul de norte de rojo y negro.
La tarde había pasado tranquila, la función del cine Latorre estaba suspendida desde hace varias horas y había mucha gente esperando ver las películas que anunciaba la cartelera y los gigantes afiches de género y cartón colocados en la fachada del cine. La hora de la siesta ya terminaba y algunos transeúntes se aventuraban a recorrer las calles de un comercio cerrado por “fuerza mayor” como decían los letreros que colgaban de las vitrinas a la espera de que las tiendas abrieran definitivamente.
(Carro Telescópico Pirchs)
Corrían los inicios de los años cincuenta, la modernidad de pos guerra por fin comenzaba a llegar a una ciudad pequeña y a su Cuerpo de Bomberos, justo por esos años, la ciudad contaba con su primer carro bomba telescópico Pirchs, el tercero en el país, directamente importado desde Estados Unidos. Fue por esa época, según cuenta la leyenda, que la comandancia adquirió el primer megáfono portátil que debería utilizar el Comandante a cargo de dirigir las acciones… Todos los bomberos podrán oír con claridad las órdenes de su Comandante…. Y tendremos una sola voz de mando cuando estemos apagando un incendio….Fue la sentencia y fundamento para la compra de tan costoso y tecnológico aparato entregada por el primer Comandante a todos los Directores y Capitanes las Compañías que con curiosidad y timidez esbozaron algún reclamo por tan onerosa y enigmática maquina comunicacional.
Los bomberos más antiguos cuentan que los Comandantes al pasar todas las tardes a su guardia por el Cuartel General de calle Sucre, chequeaban constantemente el funcionamiento de tan sofisticado y moderno equipo alta voz. Dicen que los Comandantes contaban los minutos para que llegara la hora de usarlo y verse como esos Fireman Neoyorquinos que aparecían en los cromáticos catálogos que acompañaban a tales instrumentos en sus lujosos envoltorios.

Los vecinos curiosos miraban con atención los movimientos de los cansados bomberos, cada escala levantada o mueble rescatado eran observados atentamente por la muchedumbre, generando gestos de admiración o critica. Los incendios siempre fueron un espectáculo democrático y popular en Antofagasta, un acontecimiento al cual todos estaban invitados sin excepción en una ciudad dormida para muchas cosas, menos para los incendios. La orden del Comandante fue clara, todos los muebles y enseres de casa que se encontraban dañados por la acción del fuego y agua se debían dejar a un costado de la calle, separados de los que no presentaban ningún daño. Al término de incendio, cuando al examinar los objetos calcinados que los voluntarios sacaban de los escombros, el Comandante vio claramente una plancha eléctrica muy quemada con su cordón y enchufe totalmente chamuscado.
Fue en ese momento, cuando el primer Comandante con la plancha quemada y su cable eléctrico colgando en una mano y en la otra el reluciente megáfono, símbolo de modernidad completa, en la otra mano, sin preguntarle a nadie se dirigió a la muchedumbre reunida en la calle a los periodistas, locutores y gráficos que informaban del sobre el incendio.
………..” Vecinos de Antofagasta aquí en mi mano esta la causa del dantesco incendio que asolo esta tarde la ciudad ¡Esta plancha y el olvido irresponsable del propietario comenzaron el incendio!”………
Rápidamente corrió un ayudante general hacia el comandante con una importante información, pero ya era tarde el comandante daba pleno uso al megáfono. En su cara se notaba el entusiasmo por el uso de tan adelantada maquina de comunicación que lo convertía en el centro de atención de la gente, las radios locales y los periodistas que cubrían el incendio.
…………” Vecinos, continuo el Comandante, esta plancha que se quedo enchufada es símbolo de la irresponsabilidad de………………”
“Comandante, comandante”… interrumpió disimuladamente el joven ayudante, pero nuevamente fue ignorado, ahora con cierto malestar por parte del jefe bomberil que sintió que le querían robar su momento de gloria y mando.
………..” De la irresponsabilidad de quien sin preocuparse por ella, casi quema toda la ciudad, a no ser por la pronta respuesta de bomber…….
“Comandante, Comandante”…interrumpió enérgicamente el ayudante, luego acercándose sigilosamente al oído le dijo tímidamente… “No hay luz (Energía Eléctrica) en el sector desde hace cinco horas
Comandante……… La plancha no es el origen del incendio”, sentencio tímidamente el ayudante, después lentamente se retiro del lado del Comandante dejándolo solo frente a todo el público……
El rostro del comandante, descolocado y perdido, reflejaba lo devastadora de la noticia, en su mano izquierda esa plancha quemada y en la otra el tan mentado megáfono. A esa altura del tiempo la noticia ya se había esparcido entre todos los vecinos del puerto presentes en el lugar y las carcajadas y comentarios de la gente se sentían aun estando a buena distancia de la multitud.
o La generosa prensa escrita de la ciudad, junto a las radios y gráficos prefirieron generosamente ignorar este episodio y solo destacaron los acierto y sacrificios en la labor de los bomberos del norte, seguramente los relatos noticiosos de las radios locales omitieron en sus grabaciones las palabras del comandante, así como los gráficos olvidaron tranquilamente las fotos en que un una vez en Antofagasta un Comandante de Bomberos vestido con casco y chaqueta de riguroso blanco aparece con un megáfono en la mano y en la otra levantado una plancha eléctrica que nunca fue culpable de ningún incendio.


Ricardo Rabanal Bustos
Profesor- Voluntario 2272
www.ricardorabanalbustos1.blogspot.com

http://bomberosantofagasta.cl/v1/in...:ricardo-rabanal&catid=38:cronicas&Itemid=100
 

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La singular historia del único mártir chillanejo de Bomberos

El 29 de noviembre de 1958 el voluntario del Cuerpo de Bomberos de Chillán, José Florindo Lagos Martínez, se convirtió en el mártir número 138 de la institución y a la vez en el primero y hasta la fecha exclusivo héroe bomberil que falleció precisamente cuando iba a combatir el fuego, misión que no pudo cumplir producto de una maniobra y un azar del destino que aquel día le impidieron cumplir con la tarea que cientos de otras veces desarrolló con éxito.
53 años han pasado desde aquel día, pero su recuerdo quedó inmortalizado en los bomberos locales que en cada aniversario del trágico día rinden honores a su estatua situada hasta hace una semana frente a la Tesorería.
Pero la figura que lo evoca fue trasladada el martes pasado una cuadra hacia el poniente y se ubicó frente al Liceo Técnico, donde precisamente comenzó su deceso, cuando iba a un siniestro en la esquina de Libertad con O’Higgins, al ex cine que antes era de madera.
Algunos testigos del hecho aún no olvidan el episodio, uno de ellos el voluntario Héctor Muñoz, hoy con más de 80 años y quien ese día iba en el carro desde el cual cayó Florindo Lagos, luego de golpearse la cabeza contra un árbol.
“La telefonista recibió el llamado y tocó los timbres y como trabajaba al frente vine inmediatamente. Me puse en la esquina de 18 a ver si venía un maquinista y en eso viene corriendo Orlando Aburto que vivía al frente del Liceo de Hombres por calle Claudio Arrau que antes se llamaba Lumaco”, recordó don Héctor.
“El carro salió, asomamos la punta y venía Florindo corriendo , se sube al lado derecho del carro que no eran como son ahora, el voluntario iba con un pasamano y una pisadera… Florindo se tomó, se puso la correa y antes de cruzar vimos que venía corriendo René Cazenave que era maquinista y oficial de la Primera Compañía. También se subió del lado derecho”, explicó con detalle.
Orlando Aburto iba manejando el carro quien se trazó el recorrido en la cabeza, ya que tiene que saber donde está el grifo para no hacer tantos movimientos. El carro iba pasando la bocacalle en la esquina de la Municipalidad y René Cazenave le dijo que doblara contra el tránsito para llegar más luego, al principio no le hizo caso, después sí y dobló, pero como el carro era muy grande se cuneteó en la solera y con el salto Florindo se soltó y se pegó en la cabeza con un árbol y cayó. Era un metro y medio del suelo, el carro se ronceo y pasó para el otro lado, un auto que estaba estacionado lo chocamos y quedó en el INP”.
El voluntario, quien tiene la historia tan fresca como aquel día, recordó que el voluntario Isla se quedó con él a socorrerlo, “porque ambos eran de la Tercera Compañía y como dicen en los circos la función tienen que continuar. Fuimos al incendio, pero ya lo habían sofocado con mangueras que tenía la misma gente”.
Tras el hecho el voluntario Muñoz se trasladó al hospital, pero Florindo Lagos falleció antes de llegar por un severo TEC cerrado.
Pero quien no pudo llegar al recinto hospitalario fue Silvia Lagos Henríquez, hija del extinto funcionario cuyo nombre luce actuamente una calle de Chillán, cerca del estadio.
Silvia quien en aquella fecha tenía 22 años, recordó que “ese día fue terrible porque yo tenía una guagua chica y estaba en mi casa, no podía ir al lugar. No hubo almuerzo, ni nada, todo quedó botado, cuando me comuniqué había fallecido en el trayecto”.
“Estoy orgullosa de mi papá, él cuando sentía la campana salía volando a la hora que fuera, no lo paraba nada”.
Eugenia Rivera Lagos, nieta del homenajeado voluntario agregó que si bien tenía un año cuando ocurrieron los hechos, “siempre en la familia crecimos pensando que nuestro abuelo era lo máximo”.
En las palabras de reconocimiento hacia quien no alcanzó a llegar a un incendio que fue contralado por los propios moradores del ex cine O’Higgins, no estuvo ausente el superintendente del Cuerpo de Bomberos, Carlos Barrientos quien concluyó que “22 años de servicio a la institución llegaron a su fin ese día, pero cada año mediante la tradicional romería, es recordado por sus pares cuando marchan con sus coloridos uniformes para homenajear a quien es un ejemplo de servicio público. Ojalá desde el Más Allá nuestra mártir nos proteja de una desgracia similar”.

http://www.diarioladiscusion.cl/ind...toria-del-unico-martir-chillanejo-de-bomberos
 

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BOMBEROS, ANTE TODO
El terrible dolor de las quemaduras, o la pérdida de una extremidad, no impiden que un ser humano avance y se supere. Menos aún en una profesión que implica el sacrificio total, como ser bombero.
Este es el caso de Daniel Sepúlveda Ruiz, Alberto Daza Carrascal y Policarpo Gallón, miembros del Cuerpo de Bomberos de Bogotá.
A ellos, pareciera que la fe y la mística los fortalecen para continuar fieles a su oficio. Por ejemplo, Sepúlveda sufrió quemaduras en todo el cuerpo; Daza perdió uno de sus pies en un accidente, y Gallón se quemó el 70 por ciento de su cuerpo; todos en cumplimiento del deber.
Mientras esa institución en la ciudad alcanza 103 años desde que fue fundada, ellos, en promedio, completan 25 años de servicio en medio de dificultades y satisfacciones.
Cada uno tiene su propia historia. Sepúlveda tenía gran expectativa y le llamaba poderosamente la atención, como hasta ahora, servir a la comunidad. Su sueño empezó a cumplirse el 29 de enero de 1970, cuando se hizo miembro del Cuerpo de Bomberos.
Ahora, con casi 29 años de servicio, tiene el grado de sargento y es el comandante de la Estación de bomberos de Bosa.
Pero en medio de las satisfacciones, siempre hay una prueba por superar: el 9 de junio de 1979 fue a atender un incendio en la avenida Caracas con calle 22 en el que se reportaba que una señora y dos niños estaban atrapados. Cuando verificaba lo que parecía una pequeña novedad, explotó un tanque de gasolina que le provocó graves heridas en el rostro y en piernas.
Me sentí muy triste. Fue una experiencia traumática, pero con el tiempo, en medio de la incapacidad de seis meses que tuve que pasar, reflexioné y pude recuperarme , recuerda. El año siguiente fue declarado el bombero del año .
Drama y servicio En el caso de Gallón, fue un bombillo el causante de sus quemaduras. En 1983, tres años después de ingresar a la institución, sufrió su primer accidente. En El Lago, en un edificio, impermeabilizaban un tanque de agua y se habían intoxicado tres obreros. Llegamos con tanques de oxígeno y de repente, cuando rescataba al segundo obrero, un bombillo mal instalado provocó una explosión , afirma.
Gallón sufrió quemaduras en el 70 por ciento de su cuerpo. Iba a entregarle el segundo obrero al comandante del rescate, Miguel Angel Rodríguez, pero la explosión lo mató. Unos minutos antes había dicho que estábamos haciendo un gran rescate. Yo quedé herido, pero pensé que era muy joven y no había vivido nada... pero saqué fuerzas y salí adelante , expresa.
Si de drama se trata, para el bombero Daza ha sido doble. Primero porque tuvo que rescatar a Sepúlveda en 1979, y porque ese mismo año tuvieron que amputarle el pie izquierdo, luego de un aparatoso accidente en la máquina en que se transportaba.
A pesar de esa limitación sigue en la institución: Más activo que nunca , como afirma. Este bombero de 45 años, que ingresó cuando era un joven de 23, casado y con tres hijos, fue indemnizado siete años después.
Luego de conocer estas historias, tal vez la mejor conclusión sea la del capitán Jorge Reyes, subcomandante de Bomberos, quien cumplió 32 años de servicio. A sus 54 años afirma: La mística y la vocación son el secreto. Hay que entregarse por completo .
Ellos, entre tanto, aceptan que aunque se recuperaron de cada uno de sus percances, es traumático. Pero que su mayor satisfacción está en servir.



VER CUADRO Resumen de servicios 1992-1998
Publicación
eltiempo.com
Sección
Bogotá
Fecha de publicación
12 de enero de 1999
Autor
HUGO MONTERO Redactor de EL TIEMPO



http://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-867801
 

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(CNN) — El chico de 19 años que hasta ahora se ganaba la vida estacionando autos y que ha sido catalogado como un héroe por sus acciones en el incendio del casino Royale, en Monterrey, Nuevo León, quiere convertirse oficialmente en un bombero rescatista.
Juan Carlos Rocha ayudaba a estacionar autos a las afueras de un casino en Monterrey cuando escuchó a personas gritando dentro del recinto mientras salía un espeso humo negro del lugar.
"De repente, la gente comenzó a salir por la entrada de empleados y pedían ayuda, allí es cuando decidí ir y ayudarlos", dijo Rocha.
Cinco sospechosos han sido arrestados en conexión con el incendio del 25 de agosto que provocó la muerte de 52 personas y un nonato en el casino Royale; todos han sido identificados como miembros del grupo criminal Los Zetas. Un hombre dijo a los investigadores que llevaron a cabo el ataque porqu los dueños del casino no habían cumplido con sus demandas de extorsión. Un oficial de la policía del estado también fue arrestado.
Rocha recibió un reconocimiento por salvar a una decena de vidas del humo y las llamas, y recientemente fue conmemorado en el Palacio del Gobernador de Monterrey.
En la ceremonia, el gobernador de Nuevo León Rodrigo Medina invitó a Rocha a unirse a los bomberos de Monterrey.
"Por esa determinación y ese valor tan grande, reconozco publicamente el día de hoy a Juan Carlos y le queremos dar la bienvenida al equipo de Protección Civil que lo recibe hoy como un elemento digno y a la medida del profesionalismo de este cuerpo tan esforzado", dijo Medina.
Rocha soñaba con ser bombero, por ello aceptó inmediatamente la oferta; lo que es una buena noticia para él, pues el incendio que destruyó el casino lo dejó sin trabajo.
Su entrenamiento con los bomberos ya inició; Rocha dice que disfruta todo lo relacionado a su preparación, pero lo más importante es podrá ayudar quien lo necesite.
Rocha encara un riguroso adiestramiento básico de tres meses en la academia de bomberos. Luego, el chico debe inscribirse en cursos especializados, dependiendo de si quiere trabajar como bombero o ser parte del equipo de búsqueda y rescate.
Ramiro López, Comandante de Operaciones de Protección Civil en Monterrey, será el nuevo jefe de Rocha. López dice que Rocha tiene lo que se necesita para ser exitoso: "Tiene toda la actitud y las ganas. También es una persona muy noble".

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http://mexico.cnn.com/nacional/2011...parking-en-el-casino-royale-a-heroe-y-bombero
 

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DON JOSE ALBERTO BRAVO VIZCAYA


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UN PATRIARCA

Suelen los pueblos, y como éstos las colectividades, ser favorecidas con la gracia de contar entre sus hijos a hombres a quienes la naturaleza ha regalado con el don precioso de la longevidad, pero la longevidad brillante, de esa que no ha sido abandonada por las luces de la inteligencia, ni por las bondades del alma, ni por la salud del cuerpo. Esos hombres privilegiados, que después de una larga existencia consagrada al trabajo, al servicio público y a las obras de bienestar colectivo, son conocidos por sus conciudadanos con el nombre de patriarcas, merecen todos los homenajes debidos a las virtudes republicanas, y entre ellos el más alto a que puede aspirarse en la vida: llegar a la ancianidad rodeado del cariño y la veneración de sus contemporáneos. La ciudad de Santiago tiene un patriarca, el mismo que tiene el Cuerpo de Bomberos de la capital: don José Alberto Bravo Vizcaya. “Sentí mi vocación de bombero y me impuse el deber de trabajar y servir entonces siempre en el Cuerpo, - decía el señor Bravo en cierta ocasión, - cuando en los primeros días de Abril de 1866 pude ver a los voluntarios de Valparaíso y de Santiago luchar afanosamente para apagar los incendios provocados por el bombardeo de ese puerto.” La desigual contienda trabada entre la indefensa ciudad, por un lado, y el incendio y la metralla por otro, despertó en el señor Bravo lo que él ha llamado su vocación. Y hay que reconocer que el término empleado es, precisamente, el que se ajusta al concepto, porque fué la inspiración de que un hombre puede servir a la patria desde el modesto rol de bombero, la que tomándole de la mano lo llevó hasta las puertas del cuartel de la 2ª. Compañía el 10 de Mayo de 1870. Algunos años más tarde, empapado ya de la idea de que el Cuerpo debía pensar en su crecimiento, el señor Bravo unió sus esfuerzos a los de los organizadores de la 5ª. Compañía, y con éstos formó una nueva unidad. Vinieron después los años de la guerra del Pacífico, y el voluntario de la 5ª., cambiando la cotona verde por la guerrera azul, partió en busca de laureles para la patria. Y volvió con ellos y con la íntima satisfacción de haberle prestado un servicio más. Después el Cuerpo llama al bombero soldado y le entrega las insignias del mando superior en el servicio activo. El señor Bravo las toma y las lleva con lucimiento por espacio de dos años.
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La República reclama en seguida los servicios del ciudadano y le encomienda la intendencia de Valparaíso; pero este alejamiento no hace olvidar al señor Bravo que en Santiago ha quedado una institución que él prometió servir y que espera que habrá de cumplir su promesa. Esta se cumple en 1925, cuando el señor Bravo, casi octogenario, había ganado el derecho al descanso. Pero el temple de su carácter no admite excusas; la promesa debe ser cumplida a costa de cualquier sacrificio. El Cuerpo entrega al señor Bravo la Vice-Superintendencia de sus intereses y un lustro después confía a su inteligente dirección los destinos de la asociación. Son dos años y meses de actividad infatigable en que el Superintendente no se da tregua ni reposo. Con su ejemplo señala a los jóvenes el camino del deber y de la constancia. Tan bella actuación recibe en 1936, el día en que el señor Bravo entra al nonagésimo de su existencia, el homenaje de la gratitud de sus compañeros. Y todos ellos con su material de trabajo, pasan en gallarda formación ante los ojos del anciano, en un desfile de honor. La satisfacción que pudo sentir el señor Bravo en ese momento era el premio alcanzado después de sesenta y seis años de servicios a la institución!

http://www.cbs.cl/documentos/CBS_Ernesto_Roldan.pdf
 

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José Luis Claro Cruz.
Iniciador del Cuerpo de Bomberos.

El Cuerpo de Bomberos de Santiago fue fundado el 20 de diciembre de 1863 por iniciativa de don José Luis, pero pocos conocen su historia. Sabemos que pertenecía a la rancia aristocracia pelucona, donde sus parientes dominaban la escena política y militar del sur de Chile. Su tío era el general José María de la Cruz, hermano de su madre, y su otro tío era el Presidente de la República don Joaquín Prieto. De su padre, Vicente Claro Montenegro, sabemos que era un leal o’higginista, que había combatido desde muy joven en las campañas de la Patria Vieja y que había sufrido el destierro en Juan Fernández después del triunfo realista en Rancagua (1814). Cercano a Bernardo O’Higgins durante su gobierno, va a caer en desgracia cuando el general es desterrado. Saca periódicos a favor de su admirado jefe e incluso organiza conspiraciones para traerle de vuelta, y es tanta su atosigante lealtad que el propio O’Higgins pide que se le aplique todo el rigor de la ley por estar permanentemente metiéndose en su vida de exilio.
Casado con Carmen Cruz Prieto, José Luis fue uno de los varios hermanos nacidos en este matrimonio, que se desenvolvió en las penurias de la guerra y luego de la cesantía. Al morir el padre, dona Carmen solicita el monte de piedad que le corresponde. Y en los distintos trámites a que es sometida, va apareciendo el drama de esta familia, cómo van naciendo los hijos, y las dificultades económicas que debe enfrentar.
José Luis, que había nacido en 1826, se establece en Santiago a los once años y después abre su propio local donde comienza a entrar en contacto con los jóvenes liberales de su tiempo. Conoce a Amelia Solar Marín, de tan solo quince años e hija del destacado político de La Serena don Gaspar Marín, y de la poetisa Mercedes Marín.
Fue durante el final de la administración del Presidente Manuel Bulnes, cuando se une al grupo de disidentes encabezados por Francisco Bilbao, José Zapiola, Eusebio Lillo y Benjamín Vicuña Mackenna, quienes se oponen a la candidatura de Manuel Montt.
Y participa activamente en el motín del 20 de abril de 1851 en Santiago. El asalto al cuartel de la artillería fracasa, cayendo gravemente herido el jefe del motín, el coronel Pedro Urriola Balbontín, quien muere en los brazos de José Luis Claro y Manuel Recabarren. Con el tiempo, ambos serán cuñados.
De nuevo luchando en La Serena, finalmente debe emigrar, viajando a los Estados Unidos en tiempos de la fiebre del oro en California. De regreso, se casa con doña Amelia.
El 8 de diciembre de 1863, José Luis Claro es uno de los cientos de habitantes de la capital que observan impotentes el horroroso incendio del Templo de la Compañía de Jesús, que ha costado sobre dos mil víctimas. Mientras todos piensan en qué hacer, José Luis Claro se dirige al diario La Voz de Chile y al Ferrocarril, colocando un breve aviso, publicado casi en el último lugar de la última columna de los diarios que traen las interminables listas de personas fallecidas en la tragedia.
El 14 de diciembre, fecha en la que señala que se hará la reunión para crear una compañía de bomberos, su oficina se hace estrecha para recibir a los más de cuatrocientos vecinos que quieren integrarse. Aprobada en principio la creación de la nueva organización, José Luis forma parte de la comisión que definirá los estatutos del Cuerpo de Bomberos.
Y el 20 de diciembre, en los salones de la Filarmónica en los altos del Portal de Sierra Bella, se fundaba el Cuerpo de Bomberos de Santiago. Divididos en cuatro compañías, tres de agua y una de Salvadores y Guardia de Propiedad, José Luis Claro solo acepta el cargo de capitán de la Compañía del Poniente.
Más tarde será director de su compañía y vicecomandante del Cuerpo, siempre manteniendo un lugar secundario. Con motivo de la crisis generada por la guerra civil de 1891 contra el presidente Balmaceda, José Luis Claro es detenido por balmacedista. Cuentan que al ser interrogado por la policía, preguntándole si antes había estado preso, señaló con una sonrisa: “Sí, la primera vez por revolucionario y ahora por constitucionalista”.
Rodeado de la admiración de sus seguidores, don José Luis Claro Cruz falleció el 21 de junio de 1901.

http://antoniomarquezallison.blogspot.com/2011/06/don-jose-luis-claro-y-cruz.html
 

bluebird3

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El choque de la Chancha


Así es, en un día como hoy, sábado 06 de Junio del año 1976, fue despachado un Llamado de Comandancia a las calles Garcia Reyes y Santo Domingo, concurriendo las bombas de la 4ª, de la 11ª y el carro de la 12ª.

Recuerdo que era un día sábado, estábamos a 06 de Junio del año 1976 y yo venia llegando del colegio en donde cursaba el 3º medio. Eran como las 13:15 hrs. y no encontré a nadie en la casa. Como los sábados era día de compras en el matadero de calle Franklin, imagine que en eso estaban mis padres. Al pasar la hora y ver que no llegaban, comencé a preocuparme. En esos tiempos no había celular, así que era difícil saber donde estaban.

A eso de las 14:00 horas suena el teléfono y era mi madre, recuerdo que me dice “estamos en el hospital, chocó la bomba de la 4ª con el carro de la 12ª ... Horacio (mi hermano) estaba en la bomba, no le paso nada grave, pero hay otros bomberos de gravedad ...

Cuando la Berliet de la 4ª ('la Chancha') bajaba por calle Catedral, inesperadamente por calle Bulnes, venia el carro de la 12ª con dirección al norte. La pesada maquina de la 4ª no se pudo detener. El impacto fue al centro del carro y las consecuencias fueron trágicas. La bomba de la 11ª compañía, venía más atrás (por Bulnes) y al ver la magnitud de la colisión se quedo en el lugar para ayudar a los lesionados.

La transmisión radial que se escucho por las radios fue terrible: "BOMBA DE LA 4ª A CENTRAL...CHOCAMOS CON LA 12ª..." La voz que se escuchó era de mi hermano Horacio, que en esa época era de la Pompe France. En mi casa se escuchó claramente la transmisión radial, ya que había instalado un equipo de radio de última generación ya que mi padre era uno de los Comandantes del CBS.

La radio de la chancha no funcionó más.


Una vez que la bomba de la 11ª indicó las calles de la colisión, se inicio el operativo de unidades de ambulancias y carabineros. Había heridos de ambas Compañías, el más grave era Elías Cares de la 12ª. Su traslado a un centro asistencial fue prioridad.

En un día como hoy perdimos a la bomba de la 4ª y al carro de la 12ª, ya que el impacto las dejo irrecuperables. Las maquinas con los días fueron reemplazadas, pero lo que jamás pudimos reemplazar fue la vida de Elías, un nuevo mártir para esta institución que queremos tanto. Producto de las heridas recibidas, Elías Cares S. falleció, convirtiéndose en mártir de su Compañía y del Cuerpo de Bomberos de Santiago.

La bomba de la 4ª era tripulada por: El Teniente 3º Lincoyán Echiburú L., a cargo; atrás, Marcelo Elsholz, Carlos Bravo, Horacio Chereau, ayudante.

Este recuerdo lo tengo desde ese día y me toco vivirlo desde afuera ya que en esa época, por mi edad, aun no tenía el orgullo de pertenecer a este Cuerpo de Bomberos.

El llamado al que se dirigían las bombas, era un brasero en la vía pública……………

Enrique Chereau Morales


http://www.pompefrancesantiago.cl/i...ntent&task=view&id=136&pop=1&page=0&Itemid=40
 

Milobombero

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La historia no es algo que sirva para enmarcarla con oro y ponerla en el cuartel para que se vea linda.

Hay que estar orgulloso de ella, pero sirve para aprender de ella, acuerdense que los grandes generales perdieron batallas por no haber leido los libros de historia.

PD: Para los leguleyos, el hijo de Luis Claro Cruz, Luis Claro Solar, tambien bombero primerino de Santiago, fue el primer comentarista del Codigo Civil.
 
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Bueno aunque varios de los nombrados no son bomberos, algo de esto tienen y trabajaron codo a codo con la institución. Que importante es que ante la desgracia la sociedad, aunque sea muy chica a pueblerina reaccione como un solo ente.


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Héroes anónimos que combatieron el fuego en Quillón y salvaron vidas



• Sus armas fueron hachas, palas, fe y la experiencia. Decisiones que fueron claves y que incluso, pudieron evitar tragedias humanas.
• Aseguran que no dudaron en enfrentar a las llamas. Todo, por amor al prójimo y que su afán no es el protagonismo.

El pastor que utilizó la palabra, el hacha y la fuerza de la pala
Dicen que la fe mueve montañas y así lo sabe el pastor de la Iglesia Evangélica Metodista Pentecostal de Quillón, Jorge Miranda, quien no dudó un momento para dejar de lado las celebraciones y el descanso de Año Nuevo y junto a 20 de sus fieles emprender rumbo a los cerros de la comuna.
Tomaron las palas, hachas y botellas con agua y con energía apoyaron la labor del personal especializado. “Ver la gente llorar allá arriba en los cerros… eso dice todo”, describió el pastor.
Jorge Miranda no sólo se valió de las herramientas para combatir el fuego, ya que en momentos determinados también tuvo que recurrir a la palabra que diariamente profesa en la iglesia ubicada en calle Diego Portales.
“En el sector La Gloria había gente que no quería dejar las casas y la policía me pidió que yo intercediera por ellos para que esas personas salieran de sus hogares para que se salvaran de las llamas. Fuimos y logramos sacar cinco vehículos con personas, los convencí hablándoles de una forma suave, había orden de evacuar y fue una situación extrema”, recordó.
“Cuando el fuego iba saliendo para los pastizales y los cerezos le tiramos tierra para apagarlo. Ví a algunos bomberos sentados en el suelo y moviendo la cabeza como diciendo que ya no había nada más que hacer… hubo momentos de desesperación”, relató el hombre de fe que dijo que además, colaboró con agua potable para los bomberos.
El pastor agregó que la temperatura era realmente extrema, el aire era casi irrespirable y que el viento era un arma incontenible que incluso sacudía su vehículo, razón por la que su trabajo comenzaba a las 8 de la mañana y terminaba a las 4 de la madrugada con su cuerpo empapado en agua. “Fue realmente agotador”.

El Rambo de Temuco que trepó por los enardecidos cerros del Valle del Sol
Una de las instituciones que se sacó el sombrero en el desastre de Quillón fue Bomberos y uno que marcó la pauta fue Juan Carlos Méndez, capitán de la Cuarta Compañía de Temuco.
Este hombre que regresó a la Novena Región con su polera marcada por el carbón tiene una amplia experiencia forjada en la Escuela de Bomberos de Madrid y en Portugal, donde en el 2000 realizó una especialización en incendios forestales.
A pesar de estar a cargo de los voluntarios que viajaron desde Temuco, era el primero en subir los cerros para enfrentar peligro, osadía que fue reconocida por sus propios pares. “Lo que pasa es que cuando uno está a cargo tiene que hacer una evaluación primaria y así ver qué terreno se va a utilizar para analizar las líneas de fuego y la velocidad de avance de éste”.
Dicha actitud le valió el apoyo de Rambo, lo cual se lo toma con tranquilidad. “Lo toma de buena forma, porque Rambo no es malo, es bueno”.
Casado, tiene tres hijos, los que no se atreven a cuestionar su viaje a Quillón. “Saben quien manda en la casa… manda Rambo”, bromea.

Transformó su colegio en un albergue y a los apoderados en voluntarios
“Con lo que más aportamos fue con la organización. El colegio se transformó en un albergue y junto a los apoderados prestamos ayuda en el combate del fuego”, recordó Óscar Roa, administrador del Colegio Quillón, quien puso a disposición de la comunidad el establecimiento.
Pero la labor no sólo fue logísticas, ya que también tomó las herramientas para frenar la muralla de fuego que amenazaba el lugar.
“Hubo un apoderado que se subió a su moto y recorrió los cerros para indicarnos donde habían más focos, su labor fue fundamental”, reconoció Roa, quien también tuvo su cara a cara con el fuego, saliendo victorioso con el apoyo de los apoderados.
Concluyó que ahora el objetivo es que la solidaridad no se termine en el corto plazo, sino que se prolongue a lo largo del año.

“Lo hice por amor a la patria y a las personas”
Santiago Antielef es un hombre conocido en Quillón, su hostería ubicada a un kilómetro de Quillón y donde las colaciones tienen un valor de 1.800 pesos, lo convierten en un personaje de la zona.
Pero aquel día, cuando el infierno se dejó caer en la zona, no hubo nombres que estuvieran por sobre otros y Santiago no dudó un instante y junto a su familia decidieron encarar el fuego. “Pero esto no lo hago por figurar, sino por amor a la patria y a las personas que necesitaban ayuda”.
“Subimos a los cerros con baldes, palas, logramos salvar casas y a algunas personas que albergamos en la hospedería hasta que pudieran regresar a sus casas. En un momento fuimos al cerro El Mirador y la gente no quería bajar, hubo que ser convincente”, relata quien agrega “realmente vimos el infierno”.
“Tomé mi camioneta y la convertimos en un móvil más al servicio de la emergencia, nos convertimos en brigadistas”, concluyó el hombre cuyas instalaciones se transformaron en el centro de operaciones de quienes ayudaron en el combate al desastre más grande que ha vivido Quillón.

http://www.diarioladiscusion.cl/ind...batieron-el-fuego-en-quillon-y-salvaron-vidas
 

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Hernández se metía en donde cabía: en una grieta, en un hoyo obscuro, entre dos muros. Tres días después de los atentados encontró a un hombre atrapado cerca de la tienda de Disney y un almacén de revelado Kodak. Podía oler el nitrato de plata de unos contenedores gigantes que se habían derramado. Parte de su equipo de rescate era una lámpara y un radio por el que dio la voz de alerta. Con frecuencia vestía una camisa verde con el escudo de México que le regaló una mujer con la que un día conversó cerca del enrejado alrededor de la Zona Cero.
El hombre debía tener unos cincuenta años y dos paredes lo habían prensado. Estaba cubierto de polvo y tenía el pecho abierto a la altura del corazón. Le dijo un número telefónico y le pidió llamar a su esposa y a sus hijas. “Diles que las amaré siempre”. Pronto llegó un equipo de dieciséis rescatistas con unas tijeras gigantes que cortaron el concreto como si fuera de papel. Debieron pasar veinte minutos antes de que pudieran sacarlo de la trampa en la que había caído. Murió ese mismo día.
Al día siguiente Hernández llegó hasta el campamento del muelle donde eran atendidas las familias de las víctimas, sacó del overol un papel y marcó un número telefónico. Contestó una mujer. Le transmitió el mensaje del hombre y le informó dónde había encontrado a su marido. “Tiene que ir a la morgue”, le dijo. “No pude hacer nada más por él. Lo siento”.
El campamento de la capilla de St. Paul se había transformado en un centro de mando. Había camastros, almohadas y comida caliente. Era el único sitio donde se sentía tranquilo. Durante el día varios médicos revisaban a los rescatistas y un grupo de monjas los confortaban. Muchas hablaban español. Les daban masajes en los brazos, en las piernas y les decían que sí querían hablar de lo que estaban viviendo, podían hacerlo. “Si quieres llorar, puedes hacerlo”, le dijo una monja una tarde.
Hernández sentía el espíritu desecho por tanta muerte. Pero no debía llorar. Estaba ahí para ayudar.
Uno de esos días su amigo Jaime llegó hasta el campamento. El día de los atentados se había despedido de él con la mano en alto, cuando la policía ya había cercado la zona. Le contó que las peruanas nunca llegaron y que había regresado al apartamento de Queens. Se abrazaron y le entregó un sobre con dos mil dólares. Se lo enviaba su patrón, el paquistaní musulmán. Una turba lo había golpeado en Queens, a su esposa le habían arrancado la ropa y había decidido volver a su país.
Durante los días siguientes Hernández volvería a sentir en el pecho y en la garganta la misma sensación de miedo que tuvo el día de los atentados. Ocurría sobre todo por las noches, cuando trabajaba en la Zona Cero y sin anunciarse surcaban el cielo aviones de combate que volaban muy bajo, o unos helicópteros militares que arrojaban una luz potente.
Pensaba que cualquier día aparecería uno de esos aviones y lanzaría una bomba. Era un pensamiento recurrente y cuando se le presentaba se decía que pasara lo que pasara no se movería del sitio donde se encontraba. Si corría podía caer en alguna fosa y terminaría sepultado por toneladas de concreto. Si permanecía ahí, inmóvil, al menos moriría en la superficie.
Todo lo que encontraba bajo las ruinas –bolsos, teléfonos celulares, portafolios, fragmentos de ropa –lo depositaba en unos contenedores plásticos. Los momentos más tristes eran cuando encontraban a un bombero o un policía muerto. Sentía que ese cuerpo era el de un hermano al que no conocía. Todas las tareas se detenían y sonaban las sirenas.
Una tarde, cuando descansaba, un bombero le ofreció un cigarro. Hernández no fumaba pero decidió aceptarlo. Salió de la capilla y se acercó al enrejado. Del otro lado estaba una mujer, una negra que lo llamaba con las manos. Le dijo que tenía que ayudarla, que llevaba nueve noches durmiendo ahí. Le alargó una fotografía con la imagen de dos mujeres. “Son mis hijas. Ayúdame a encontrarlas”. Le dijo que no podía, que él estaba ahí sólo como voluntario. La mujer no se rindió. Tomó la fotografía y regresó al campamento.
Caminó al sitio en donde trabajaban los hombres que se encargaban de recoger cuerpos y enviarlos a la morgue. Habló con uno de ellos y le mostró la fotografía. “No debemos hacerlo –le respondió– pero no soporto verlos caminar día y noche sin saber dónde encontrar a sus muertos”. Tomó la fotografía y se marchó.
Por la noche le entregó un papel con unos números. Hernández caminó al sitio donde había fumado: la mujer estaba sentada en el piso, en vela. Le dijo que lo sentía mucho, que sus hijas estaban en la morgue. Ella comenzó a llorar y pegó el cuerpo a las rejas, como si quisiera abrazarlo. “Dios recompensará tu bondad”, le dijo. “Al menos tendrán un lugar para descansar”.
Cuando caminaba rumbo a la capilla, no pudo más. Los focos de emergencia alumbraban el desastre y las carpas donde la policía etiquetaba cuerpos.
Se echó al piso y lloró.
Lloró con un quejido, cubriéndose la cara con las manos, en silencio, para que no lo escucharan. Detrás de él empezaron a alzarse voces. Giró y vio movimiento en las cuadrillas de rescatistas. Se quitó las lágrimas con las manos sucias, se puso de pie y regresó a trabajar.
Hernández vivió en la Zona Cero setenta y dos días. El 11 de noviembre de 2001 removía losas y metales en busca de sobrevivientes cuando miró el balde que lo acompañaba siempre: jirones de ropa y piel y huesos secos era todo lo que sacaba con las manos.
Se quedo mirando sin ver, respirando con pesadez, con la cabeza en otro mundo.
Fue a la capilla y entregó el casco y los overoles. Ya no tenía caso seguir ahí. Su misión había terminado.
Julio de 2011
Hernández vivía en Queens, en un cuarto de dos metros por tres que compartía en un apartamento con un colombiano y otros migrantes. Su habitación era limpia y ordenada. Sobre los muros había fotos de sus hijas, una bota de bombero y una imagen de él en The New York Times: está de pie, con el casco anaranjado, junto a un grupo de bomberos que removían las ruinas del World Trade Center.
En ese micro mundo tenía lo que necesitaba para vivir: quince botes pequeños repletos de pastillas y una cámara de oxigeno. En la pared pendía una máscara azul de plástico. Sin ella, se asfixiaría mientras duerme.
En las bocinas conectadas a su iPhone se escuchaba la voz de Jobim, hipnótica, suave, anestésica. “Me ayuda a relajarme”, dijo Hernández. Con frecuencia lo escucha y se tumba seis horas en la cama a chupar oxigeno de la máquina. Suele hacerlo cuando está harto de sentir la máscara como un segundo rostro. Le apena que, cuando duerme con ella, al día siguiente se levanta con un óvalo rojo de la frente a la barbilla.
Hernández trabajaba como mesero en una compañía de catering en Houston y un día, cuatro años después de los atentados, sintió una punzada en el pecho y se desplomó. En el hospital le dijeron que tenía unas nubes en los pulmones y le preguntaron si había trabajado con asbesto. Dijo que no, pero que había vivido en la Zona Cero.
Unos días más tarde estaba de regreso en Nueva York. En el hospital Mount Sinai le hicieron una serie de exámenes y le informaron que tenía nódulos, células de polvo y filtraciones pulmonares. Los médicos le diagnosticaron rinitis, rinosinusitis, faringitis, asma y alergia crónica. Un amigo bombero le dijo que tenía derecho a demandar. Hernández fue llamado a declarar en la corte.
En la audiencia final se sentó frente a un juez, dos jurados y siete abogados, y durante nueve horas respondió cientos de preguntas: ¿Su padre fumaba? ¿De qué había muerto su abuela? ¿Padecía asma antes? ¿Quién lo había llamado al World Trade Center?
“A mí nadie me llamó, señoría. Yo decidí meterme ahí. No conocía a nadie. Salvé vidas como hubiera salvado la de mis hijos. Nunca dudé lo que debía hacer. Si hoy volviera a suceder, haría lo mismo”.
En marzo de 2010 el juez Peter Georgalos falló a favor de Hernández y le concedió atención médica de por vida. En la resolución WBC 00804564 de la corte de Nueva York, el juez determinó que el voluntario mexicano padecía asma, apnea obstructiva del sueño, rinosinusitis, estrés postraumático y depresión.
Hernández espera la solución de otra demanda como parte de la Ley Zadroga, que indemnizará a bomberos, paramédicos y rescatistas. El juez le prohibió realizar trabajos que requieran esfuerzo físico.
Desde entonces los detectives de la corte le han hecho visitas sin anunciarse para comprobar que está en su casa y han investigado la cámara de oxigeno para confirmar si la usa. Hernández se sostiene con préstamos de amigos y donaciones de empresarios de Sonora y el Estado de México. El gobierno mexicano le entregó mil dólares durante ocho meses, después de que reveló a un noticiero las grabaciones de una conversación telefónica con una funcionaria que le dijo que el Presidente Calderón no tenía por qué ayudarle.
Un sábado de julio lo visité en su departamento de Queens. Diez años después Hernández conservaba el cuerpo de luchador, aunque había perdido peso y aquellos brazos como tubos parecían ahora tuberías.
Llevaba unas gafas obscuras, una camiseta, bermudas y en el cuello una cadena de plata. Antes de cerrar la puerta se echó al hombro la mochila en donde siempre lleva cuatro frascos imprescindibles con medicamento con su nombre y la leyenda: “Health for Heroes”.
Abordamos un autobús que nos llevó a la avenida Roosevelt en Queens. En el Sol Azteca se pidió unas enchiladas de mole y un Squirt.
Me dijo que planeaba volver a México en unos meses. Extrañaba a sus hijos y echaba de menos las emergencias, aunque sabía que esos tiempos no volverán. Estaba dedicado a guiar a un grupo de cien hombres y mujeres de origen latino que trabajaron en el World Trade Center. Los ayudaba a traducir documentos y los orientaba en las cortes. Entre las enchiladas y el postre recibió tres llamadas de ellos.
Cuando salimos del restaurante una mujer lo detuvo para saludarlo. Era María, una colombiana que trabajó removiendo escombros.
“Qué mala noticia la de hace dos días”, dijo María refiriéndose a una notificación la Ley Zadroga de acuerdo con la cual los trabajadores de limpieza y rescatistas recibirán una compensación en dos partes: el 23 por ciento en una fecha que se definirá en septiembre de este año, y el resto en 2016.
“No se rinda, siga luchando”, le dijo Hernández. María encogió los hombros y se marchó caminando sobre Roosevelt Avenue.
Hernández me contó que lo peor no son las enfermedades ni la dilación en el pago del fondo de compensaciones, sino las pesadillas y las ráfagas de recuerdos que lo asaltan en cualquier momento.
Mientras duerme con frecuencia ve a Nueva York bajo una lluvia de bombas. Cuando los recuerdos le asaltan, ve imágenes de personas lanzándose al vacío y le sobreviene un ataque de ansiedad. Entonces, como sucedió en el restaurante, llora como un niño y su cuerpo se sacude dominado por estremecimientos breves.
Hace tres años pensó en suicidarse. No llegó a intentarlo: cuando sintió el impulso de colgarse llamó a la doctora Alicia Hurtado, su psiquiatra. La idea de matarse parece haberse extinguido.
“Sé que todo esto se me pasará”, dice Hernández con un asomo de esperanza en los ojos tristes. “No sé cuándo, pero algún día se me pasará”.
Septiembre de 2011
El día del décimo aniversario de los atentados Hernández asistió a dos homenajes donde lo recibieron como héroe. Estaba listo para volver a México en diciembre y en febrero de 2012 se sometería a una operación. “Me retirarán una costra como de arena entre la nariz y los pómulos que no me deja respirar”, me contó. Esa noche Discovery Channel transmitió seis historias de sobrevivientes de las torres gemelas. Una de ellas era la suya, y el bombero se sentía orgulloso. Vio el programa con el teléfono en la mano, conversando con sus hijos Aurora, Sharon y Nicolás.
Volvimos a platicar el viernes 23 de septiembre. Me dijo que una de sus hijas cumpliría años. Estaba vendiendo un reloj Cassio para comprarle un regalo.
Al día siguiente se reunió en su casa con Jaime Munebar, el colombiano con quien había compartido piso durante siete años, y con otra amiga. El domingo 25 de septiembre, Munebar se fue a misa. Por la noche, a su regreso, llamó a la puerta sin que su amigo respondiera. Cuando pudo entrar, Hernández estaba tendido en la cama.
El bombero al que nadie llamó había muerto.
El funeral tuvo lugar en Queens, un jueves lluvioso. Sus hijos no pudieron viajar, pero estaban los latinos a los que Hernández ayudaba en las cortes. Había una multitud llorosa, coronas y flores. Cuando los rezos terminaron, Munebar se acercó al cónsul Mario Cuevas y le dijo: “Ayúdenos a que Estados Unidos no se salga con la suya. El fondo de compensación por el que Rafael luchó pertenece a sus hijos”. La oficina forense extrajo algunos órganos del cadáver para los exámenes de rigor, y el cuerpo fue trasladado a México hasta el 1 de octubre.
Las despedidas a los héroes con frecuencia no son como deberían ser.
Tres meses después, la oficina forense de Nueva York no había dictaminado sobre las causas del deceso. En la corte, el caso de Hernández estaba detenido y de la compensación que recibiría en estas fechas no se sabe nada. El cuarto de Hernández permanecía clausurado por la policía. Un día alguien violó los sellos y saqueó la habitación.
Munebar pudo rescatar la última pertenencia de su amigo, y la guarda como si fuese algo sagrado.
En una bodega de Queens yace la cámara de oxígeno que mantuvo con vida a Hernández los últimos años.
wilberttorre.wordpress.com

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El bombero al que nadie llamó


"Rafael Hernández", "bombero mexicano" "atentados de 2001".
Martes 11 de Septiembre de 2011
Rafael Hernández despertó antes de las seis de la mañana y se sentó en el filo de la cama. Había tenido días difíciles –extrañaba a sus hijos y lo mataba la monotonía de su empleo de vendedor en una tienda de televisores en Nueva York–, pero ese martes amaneció de mejor humor: Arned Azis, su patrón, un musulmán paquistaní, le había autorizado unos días para recuperarse de seis semanas de trabajo sin descanso. Se lavó la cara y los dientes, se vistió, revisó los bolsillos para asegurarse que llevaba las llaves y la chapa que siempre porta con él, y salió del apartamento que rentaba en la avenida Roosevelt, en Queens.
Lo acompañaba Jaime, un amigo mexicano con el que compartía cuarto. Caminaron frente a las taquerías y abordaron el metro, que a esa hora corre a toda velocidad llevando en sus entrañas ejecutivos de Wall Street, meseros, médicos y albañiles.
Cuando el tren salió del túnel, la silueta de Manhattan emergió iluminada por un sol otoñal. Habían planeado pasar unos días en los casinos de Atlantic City. En el metro intercambiaron opiniones sobre la empresa que elegirían para viajar: un par de ellas obsequiaban cupones de 30 dólares en apuestas. Verían a dos amigas peruanas a las 8:30, a tres calles del World Trade Center. Hernández se había disfrazado de turista: camiseta, jeans y zapatos deportivos.
Llegaron media hora antes y caminaron a la esquina de Fulton y Church street. Hernández, 1 metro 65, piel chocolate y nariz aguileña, tenía un cuerpo de luchador: la espalda ancha, brazos como tubos y un tórax de cantante de ópera. Sintió hambre y caminó a una tienda donde compró un café y un sándwich de jamón y queso. Cuando regresó encontró a su amigo leyendo el New York Post.
“Ya es tarde y no aparecen estas mujeres ¿Vendrán en camino?”, preguntó.
Los segundos siguientes fueron confusos: un rugido en el cielo, la panza de un avión demasiado cerca, una explosión, un hongo de humo y fuego. Hernández creyó que se trataba de una de esas películas que se filman en Nueva York. Años atrás había visto en las calles de Manhattan una escena en la que Samuel L. Jackson volcaba una patrulla, y el fuego y los heridos eran tan reales que no parecían ficción.
“¿Será un truco de cine?”, preguntó en voz alta.
Su amigo estaba mudo, con los ojos desorbitados y las manos en la cabeza. Corrieron en sentido opuesto a las torres. La gente a su alrededor miraba los edificios verticales recortados por un cielo sin nubes. Sobrevino un torbellino de papeles y pedazos de metal. Se alejaron para ponerse a salvo y de pronto Hernández se detuvo. Su deber era acudir a las torres. Le pidió a su amigo que convenciera a las peruanas de que lo esperaran: regresaría para ayudar como voluntario.
Rafael Hernández era bombero.
Sabía que en los siguientes minutos ocurriría una gran movilización. Eso lo había aprendido en su niñez, que había transcurrido entre historias de rescates en el batallón de bomberos al que pertenecía su papá, en la ciudad de México. Antes de que le creciera el bigote, Hernández comenzó a sentir una poderosa atracción por las emergencias. A los 14 años se metió entre las llamas que devoraban el edificio Astor en el Distrito Federal y tres años después ya era paramédico y bombero. Era el comienzo de un largo camino que lo llevaría a conocer medio mundo en huracanes, incendios y terremotos.
Corrió en dirección al World Trade Center hasta que llegó a la estación de Liberty y Church street. Se echó la mano al bolsillo derecho y aproximándose al hombre que repartía órdenes a gritos le mostró su placa del Heroico Cuerpo de Bomberos de México, un pedazo de metal dorado en forma de corazón.
“Vengo a ayudar. Soy bombero, soy mexicano”, se presentó.
El capitán, un rubio fornido que llevaba en la camiseta el apellido Jefferson, le ordenó que fuera por un casco y una chaqueta y que se uniera a un grupo de bomberos que se dirigía a las torres. Hernández se echó al cuello la chapa y al llegar al World Trade Center vio que una decena de policías muy nerviosos intentaba comunicarse con otros oficiales por medio de radios portátiles. Uno de ellos dijo que se preparaban para evacuar.
Volvió a mirar hacia al cielo. En la torre debía haber miles de personas atrapadas. Alguien gritó que no servían los elevadores y que las escaleras estaban obstruidas. Un grupo de bomberos corrió hacia los elevadores de emergencia y fue detrás de ellos. Dos forzaron la puerta con una llave especial. Cuando se abrió, el cubo escupió una lengua de fuego.
Hernández no dejaba de mirar hacia la parte alta del edificio. La columna de humo se había propagado y era difícil ver con claridad. Con un gran esfuerzo pudo notar una línea de fuego y calculó que debía ser el piso setenta. Un policía lo cogió de un brazo y lo sacudió con fuerza.
“Vaya a ayudar a una persona cerca de la entrada del edificio. Es una mujer con el tobillo roto”, le dijo.
Salió a la calle y se detuvo a dos pasos de la puerta. Recorría la zona con la vista para encontrar a la mujer cuando algo pasó junto a él. Sintió un viento ligero y escuchó un golpe seco. No sabía de qué se trataba. Volvió a mirar al cielo y entonces lo entendió todo: había personas lanzándose al vacío.
Un hombre cayó junto a él y más allá una mujer se estrelló en el piso. Llevaba un bebé en los brazos. “Esto no puede estar sucediendo”, se dijo Hernández, cerró los ojos y sacudió la cabeza. Ya no fue en busca de la mujer con el tobillo roto. Pensaba en la gente atrapada en el rascacielos y en la angustia de sentirse abrazada por el fuego. En veinticinco años como rescatista nunca había visto a alguien saltar a la muerte para escapar de la muerte. “¿Qué infierno es este? –se preguntó –. Dios mío ¿cómo los vamos a ayudar?”
Cuando salió de su aturdimiento corrió a donde unos treinta bomberos y paramédicos subían las escaleras en tropel. Se les unió y varios pisos arriba un capitán los dividió. Le dijo que no podía ir más allá porque no llevaba más protección que una chaqueta, unos guantes y el casco. Estaba en el piso 28.
“Ahí está una mujer embarazada en trabajo de parto”, le dijo apuntando una esquina “Hágase cargo de ella. Llévela fuera y póngala en manos de los paramédicos”.
Era una rubia de ojos azules y una panza enorme. La levantó sin decirle nada y comenzó a bajar las escaleras con la mujer en los brazos. Escuchaba gritos de gente presa del pánico y a su paso veía, en los descansos de las escaleras, personas con quemaduras en el rostro, los brazos y las piernas.
Del otro lado del muro de cristal podía observar una columna de humo en la torre sur. Todos, excepto los viejos y los heridos, corrían sin control escaleras abajo. Algunos chocaban de frente con los bomberos que subían.
Bajaba las escaleras con dificultad, tratando de mantener el equilibrio en medio de la multitud. Hacía calor y el humo de los pisos superiores había descendido lo suficiente para nublarle la vista y hacerlo toser. Sudaba y pensaba que debía pensar con claridad. Sentía que la mujer le pesaba como si llevara en los brazos a tres personas.
Unos pisos abajo sintió un tirón en el pantalón. Era una negra joven con quemaduras en casi todo el cuerpo. “Ayúdeme por favor”, le dijo. Le prometió que volvería por ella.
En el piso quince se detuvo en un descanso junto a los escalones. Le dolían los brazos y le faltaba el aire. Puso una rodilla en el piso y apoyó a la rubia en la otra pierna. Por un momento pensó en dejarla ahí para ayudar a la negra que había dejado arriba, tirada en el piso. Se dijo que lo necesitaba más que la rubia, pero también pensó que un bombero siempre cumple órdenes.
Entonces escuchó la voz de la rubia por primera vez. Era como si hubiera podido ver sus pensamientos:
“No me abandones aquí”, le dijo y se aferró a su cuello tan fuerte que sintió dolor. Sollozaba y el cuerpo le temblaba. Su voz era débil, casi imperceptible. “No me dejes en medio de este caos”, le suplicó.
Hernández le dijo que no la abandonaría. Estaban en una esquina y junto a ellos la multitud seguía atropellándose. Eran muchos los que caían al piso.
“¿Cómo te llamas?”

“Allison”, le dijo y volvió a abrazarlo con fuerza.
En el cuarto piso volvió a escuchar su propia voz que le decía: “Con calma, tranquilo”. Sentía que no podía más, que en cualquier momento se derrumbaría con la rubia en los brazos. “No te desesperes”, se repetía, pero no podía evitar desesperarse. De pronto sus piernas comenzaron a moverse con rapidez y sus hombros empujaban a la gente que encontraba a su paso. Trastabilló dos veces y cuando recuperó el equilibrio continuó su descenso enloquecido.
En el segundo piso se dijo que tenía que salir de una vez de ese infierno. Bajó corriendo la escalera eléctrica, y escuchó gritos y otra vez los golpes secos en el piso. Salió a la calle, un policía hizo sonar su silbato y se acercaron dos paramédicos jóvenes. Abrieron las puertas y Hernández acomodó a la rubia en una camilla. Colocaron en la boca de la mujer una máscara con oxigeno, la subieron a la ambulancia y se enfilaron hacia un hospital.
Hernández estaba exhausto. Sus brazos eran dos hilos pesados y las piernas le temblaban. No podía caminar. Se hincó para llenarse los pulmones de aire. Decenas de personas yacían a su alrededor. Los paramédicos colocaban etiquetas en la ropa de la gente: rojas de atención urgente, amarillas de no inmediata, verde para quienes podían caminar y negras en los muertos.
Aspiraba aire con fuerza. Había pasado tal vez un minuto desde que había alcanzado la calle, cuando sintió en las rodillas apostadas en el piso un repiqueteo intenso, como si los dedos de un gigante tamborilearan el piso. Escuchó un estruendo parecido al que se escucha en las vías cuando un tren se aproxima, y vio correr a decenas de policías y bomberos. Algunos se quitaban las chaquetas y arrojaban los guantes y los cascos y gritaban:
“¡Corran!”

“¡Vámonos de aquí!”

“¡Dios mío!”
Hernández arrastraba las piernas con dificultad. Logró trotar un tramo y sólo se detuvo cuando alguien pasó junto a él, lo golpeó en el hombro y le gritó algo que no pudo entender. Se detuvo y al alzar la vista se dio cuenta de que corría en sentido opuesto: la torre sur se sacudía como una bestia herida. Dio media vuelta, corrió lo más rápido que pudo y oyó un ruido atronador. El edificio se desplomaba y sus entrañas escupían una gigantesca nube negra.
A unos pasos estaba un camión de bomberos. Se lanzó al piso y arrastrándose se metió debajo.
El día se hizo noche. Todo se obscureció y no podía ver sus manos. Sentía que la tierra temblaba y escuchaba el ruido de los muros de concreto al chocar con el piso. Sobre la plancha del camión caían residuos. Cerró los ojos y quiso rezar, pero él, que es cristiano, había olvidado sus oraciones. Apretó los ojos con fuerza y dijo:
“Dios mío, protégeme, no permitas que nada pesado caiga aquí. Dios Mío, no me dejes morir”. Tenía las manos en la cabeza y el cuerpo encogido debajo del camión. “Dios mío, si sólo vine a ayudar ¿Por qué me llevas? Dios mío, en tus manos pongo mi alma”.
Cuando el ruido cesó, pensó que estaba muerto. En la obscuridad de los párpados pudo verse de niño, vio a su abuela muerta, a sus padres, a sus hermanos. Se preguntaba dónde estaba, y si estaba vivo o muerto.
La nube de polvo lo cubría todo y él intentaba respirar con la nariz debajo de un trozo de tela que había arrancado de su camiseta. Cuando pudo verse las manos, palpó el costado del camión para encontrar una llave: la abrió, se enjuagó la boca y escupió. El polvo de la nube gigante le quemaba el cuerpo. Metió la cara y las manos debajo del chorro de agua. Se incorporó y escuchó un alarido.
Era un policía negro, un hombre gordo que no podía respirar. Abría la boca con desesperación, como un pez gigante fuera del océano. Lo llevó debajo del camión de bomberos, abrió la llave y le aventó agua sobre el rostro varias veces.
Unos minutos después salió cuando escuchó voces. Recuerda vagamente que un policía le pregunto si estaba bien. No podía pensar claro ni pronunciar una frase. Se inclinó y al apoyarse sobre las rodillas se dio cuenta de que había orinado los pantalones.
Sentía la quijada trabada y los oídos tapados. Otro policía se acercó, le dijo que cerca había unas personas heridas y le pidió que lo acompañara. Corrió a la entrada número cinco del estacionamiento de la torre norte y volvió a escuchar el ronroneo de la tierra y se encontró con la misma imagen: el edificio se convulsionaba y comenzaba a desplomarse como si fuera de arena.
En ese momento lo invadió un miedo que no había sentido nunca. Corrió en dirección a Vesey Street. Mucha gente corría junto a él. Pasó junto a un camarógrafo latino con una cámara al hombro. Tenía una rodilla sobre el piso y no se movía. Levántate, le dijo jalándolo de un brazo, pero el hombre no le respondió. Ven conmigo, hermano, volvió a decirle, pero era como si le hablara a una esfinge. Le tomó por el cinturón y le arrastró unos metros hasta una tienda de cigarros y refrescos.
Abrió la puerta, empujó al camarógrafo dentro y se encontró con un asiático a cargo del lugar. Dos francesas lloraban y hablaban por teléfono. Preguntó dónde estaba el sótano y siguió al encargado. El hombre indicó un espacio en el piso, Hernández lo abrió, gritó que todos se metieran ahí, y cerró la puerta. Las mujeres se abrazaban y podían escuchar gritos en la calle. En ese momento comenzó a sentirse muy mal. Estamos en guerra, pensó. Nos van a matar. Me voy a morir. Cerró los ojos y vio a sus tres hijos.
El sótano estaba obscuro, hacía calor y las francesas sollozaban. El camarógrafo seguía sin decir una palabra. Veinte minutos después Hernández les avisó que saldría a ver qué estaba pasando. Cuando alcanzó la calle sintió que el corazón se le hacía pequeño.
Había participado como rescatista en los terremotos de ciudad de México, Nicaragua y Guatemala; en la erupción del nevado de Ruiz que sepultó la ciudad de Armero, Colombia y jamás había visto una devastación semejante. La nube de polvo se había disipado y podía ver una montaña humeante de concreto y metales retorcidos.
Vio a un grupo de bomberos que movía los desperdicios y arrodillándose en la tierra preguntaba si había alguien con vida. Se ajustó los guantes y el casco y comenzó a remover escombros. No paró para comer o descansar en las siguientes ocho horas, concentrando en una acción única, repetitiva, urgente: levantar pedazos de concreto y metal, guardar silencio y entonces gritar: ¿Hay alguien ahí debajo?
El grupo con el que trabajaba encontró un bombero bajo las ruinas de una de las torres. Se sintió impotente. Se arrodilló y preguntó:
¿Por qué, Dios, por qué?
A las seis de la tarde, cuando se encontraba en los desechos de la zona norte, sintió un cosquilleo en el pecho. Era como si un ejército de hormigas ascendiera por su garganta y le impidiera respirar. Apoyó las manos en las rodillas e intentó jalar aire, pero comenzó a toser. Tosió con furia dos o tres minutos hasta que un paramédico se acercó.
Le colocó una máscara de oxigeno en la boca y después le sacó polvo de la garganta con una sonda.
“¿Te quieres ir a casa?”

“No. Estoy bien, me siento bien, aquí me quedo”.
Hernández trabajó hasta las diez y media de la noche, cuando ya no podía sostenerse más en pie. Caminó tres calles hasta llegar a la Capilla de St. Paul, en Fulton street, donde se había instalado un campamento para rescatistas y voluntarios. Un médico lo revisó y un soldado le entregó un casco color naranja y dos overoles, uno azul y otro anaranjado. Se bañó, mordisqueó un sándwich y durmió en las bancas de madera que suelen ocupar los feligreses.
A la medianoche lo venció el sueño, un sueño lleno de sobresaltos. Tenía sueños entrecortados de la torre, del fuego, de la gente saltando, y despertaba cada quince minutos. A las cinco de la mañana escuchó los gritos de unos soldados que llamaban voluntarios.
Los acompañó, pero no tuvieron suerte. Los teléfonos sonaban dentro de los portafolios sepultados bajo la tierra. Había cadáveres, cuerpos mutilados, manos y piernas sin dueño. Mientras retiraba piedras, pensaba que en veinticinco años de bombero nunca había visto nada parecido.
Dos horas más tarde un sol furioso cubrió la zona y la temperatura aumentó durante el día como resultado de pequeños incendios. Por la noche las cosas empeoraron. No había luz. Los focos estallaban y una planta generadora de energía instalada por el ejército se arruinó. Le costaba trabajo creer que todo eso ocurría en Estados Unidos.
Cuando se retiraba a descansar la noche del segundo día, un soldado le prestó un teléfono satelital. Llamó a la casa de sus hijos en la ciudad de México y le respondió su ex esposa. Conversaron unos minutos y luego tomaron el teléfono sus hijos: Aurora, de ocho, Sharon, de seis, y Nicolás, de cuatro años.
“Regresa, papá. Toma un avión y vuelve hoy mismo”, le pidió Aurora. “¿Están en guerra? ¿Los están atacando?
“Todo está bien, mi amor. Estoy bien. No nos están atacando. Me voy a quedar aquí unos días. Tengo que ayudar”.
Con el paso de los días se crearon varias cuadrillas de rescate. Estaba la de los escarbadores, a la que él pertenecía, en la que hombres equipados con un balde retiraban piedras con las manos. No utilizaban máquinas para evitar lastimar a la gente. Había otro equipo para atención de lesionados. Eran centenares los rescatistas que trabajaban de día y de noche utilizando nada más que las manos.
Las siguientes noches volvió a despertar con los gritos de los militares. Se ponía el casco y se dirigía hacia donde un grupo de hombres permanecía en un sitio determinado, en silencio, intentando escuchar el menor indicio de vida debajo de los escombros: un quejido, un golpeteo de metales, una voz pidiendo ayuda.
La mayoría de la gente que metía las manos en los escombros era hispana, y eso le provocaba sentimientos encontrados. Sentía orgullo y al mismo tiempo rabia: el gobierno de la ciudad daba trescientos dólares a los contratistas para pagar a los trabajadores por ocho horas de trabajo, y éstos pagaban ochenta dólares a quienes se empleaban para remover escombros.
(CONTINUA EN EL POST DE MAS ABAJO)
 

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DON CARLOS ROGERS GUTIERREZ



Desde los primeros incendios a que concurrió la Quinta quedaron de manifiesto, siendo públicas y notorias, la disciplina
y eficiencia de sus miembros. Este hecho motivó el deseo de todos los voluntarios de las otras Compañías de entregarle
el mando de la Institución al Capitán que había sabido organizar su Compañía en forma tan sobresaliente.
Lo eligen Comandante el 8 de diciembre de 1878, cargo que acepta, renunciando el día 15 del mismo mes a la Capitanía de la Quinta.
En uno de los párrafos de su renuncia dice Rogers: «Asegurándoles sin embargo que aunque en los momentos de
trabajo el puesto de Comandante me privará del gran placer de trabajar en el seno de la Compañía, no por eso dejaré por
un momento de acordarme que siempre tengo la gloria de ser un voluntario de la Quinta».
Nueve años este quintino mandó al Cuerpo de Bomberos en los incendios de Santiago.
Durante la guerra el gobierno lo designó también Comandante del Cuerpo de Bomberos Armados.
En 1882 fue elegido Superintendente en reemplazo de don José Besa de la 1ª Compañía. Fueron ellos los primeros Bomberos
propiamente tales que dirigieron la institución, ya que los señores José Tomás Urmeneta y Antonio Varas, que los habían
precedido, fueron llamados a ejercer la Superintendencia sin ser miembros de ninguna de la Compañías existentes.
En 1887 inicia un segundo período como Superintendente reemplazando a don Enrique Mac Iver de la 2ª Compañía.
Totaliza en ese cargo tres años y siete meses y nueve años en el de Comandante.
La personalidad de Carlos Rogers reunía las diferentes cualidades necesarias para servir idóneamente los dos cargos más elevados
de la Institución. Fué nombrado Director Honorario en 1885 y sirvió al Cuerpo de Bomberos hasta su muerte acaecida en 1920.
Al final de sus días don Carlos Rogers Gutiérrez escribió lo siguiente:
«Ha sido para mi la Quinta Compañía, escuela y hogar. Santa escuela del más puro altruismo y cariñoso hogar que me
ha proporcionado las más grandes satisfacciones de mi vida.
Formé en sus primitivas filas junto con los más queridos compañeros de mi juventud, la he visto más tarde en mi edad
madura surgir noble y generosa y me ha cabido la suerte de contemplar a las nuevas generaciones manteniendo incólume
y acrisolado, el espíritu que animó a los fundadores. Lo que fue esperanza, es ahora la más hermosa de la realidades; la
semilla ha fructificado y es ahora árbol frondoso, y no hay nada más grato para mi alma de antiguo bombero que la satisfacción
de ver tan digno presente que colma, con exceso, las más ambiciosas aspiraciones que pudieran abrigarse para el porvenir»


http://www.firmelaquinta.cl/archivos/firme_la_quinta_1.pdf
 

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José Gabriel Rojas Miranda, auxiliar mártir.



A propósito de una consulta de mi amigo Sammy Barlow respecto a los auxiliares de bomberos que han sido mártires, podemos señalar que fueron varios los que cayeron en el servicio, pero por su condición de auxiliares no fueron reconocidos.
No es caso de José Gabriel Rojas de la Sexta Compañía de Bomberos de Santiago.

José Gabriel Rojas Miranda había nacido en 1891 en el modesto hogar de un sastre que fallece cuando José Gabriel es un niño. Este hecho cambia su vida completamente, asumiendo el cuidado de su madre y preocupándose de liquidar el taller que perteneciera a su padre. Serio y retraído, servicial y silencioso, va a apoyar a su familia en cuerpo y alma. Es ese espíritu de colaboración lo que lo lleva a golpear las puertas del cuartel de la Sexta Compañía de Bomberos de Santiago, integrándose como auxiliar el día 10 de agosto de 1912. Es en ese nuevo espacio, de entrega total por los demás, donde su espíritu encuentra un camino para aportar sus energías.

Pero, su paso fue dramáticamente breve.
A las cuatro y media de la madrugada del 3 de noviembre de 1913, la campana de alarmas del Cuerpo de Bomberos despertaba a la ciudad. José Gabriel Rojas, con sus jóvenes 22 años, sale desde su casa en calle San Carlos, muy cerca de San Diego para buscar la forma de dirigirse al lugar del incendio, en calle Franklin y Gálvez. Al ver acercarse por calle San Diego al gallo de mangueras de la Primera Compañía, velozmente arrastrado por caballos, corre hacia él y durante tensos momentos se toma de las varas e intenta subirse al soporte posterior. Detrás de él se acerca la bomba de la Quinta que se dirige al lugar de la alarma.

La resistencia se agota y José Gabriel Rojas cae en momentos en que la bomba automóvil que le precede llega al mismo lugar, en las esquinas de San Diego y Coquimbo, atropellando el cuerpo del auxiliar.
Su cuerpo tendido en la fría calle no responde, a pesar de los esfuerzos de los bomberos y personal de la Asistencia Pública. Su cadáver es trasladado hasta el cuartel de la Sexta, donde recibe los honores de mártir.

El nombre de José Gabriel Rojas Miranda representa, precisamente, a aquellos jóvenes que en calidad de auxiliares han caído en el cumplimiento del deber.
Honor a ellos.


http://antoniomarquezallison.blogspot.com/2011/08/jose-gabriel-rojas-miranda-auxiliar.html




JOSE GABRIEL ROJAS MIRANDA

Fallecido el 03 de Noviembre de 1913, en accidente de tránsito ocurrido en calles San Diego y Coquimbo.
Nacido en 1891, perdió a su padre a muy temprana edad. Dos años después de cursar las preparatorias en la Escuela del Cerro, debió abandonar sus estudios para hacerse cargo de su madre y ayudar en la atención y liquidación del pequeño taller de sastrería dejado por su padre al fallecer.
Serio y retraído por naturaleza; amable en su trato, festivo a veces, fiel cumplidor de sus obligaciones, tanto en su vida particular como con la que le imponía su calidad de bombero. En la empresa donde laboraba fue calificado de infatigable.
Su más reconocida virtud era su adoración por su madre. Podía decirse, sin exageración, que cada paso que daba, cada acción que cometía era una muda ofrenda que dedicaba a su progenitora. Además, se caracterizaba por ser un individuo de palabra breve, ágil y atento; probo en sus costumbres y hábitos.
Ingresó a la Sexta Compañía de Bomberos de Santiago el 10 de agosto de 1912 en calidad de Auxiliar. En su corto paso por la Compañía no dejó huella o gesto que mereciera una observación o reproche.
En la madrugada del 3 de noviembre de 1913 y siendo las 04:31 horas, se dió la alarma de incendio para acudir a un siniestro que se había declarado en calle Gálvez esquina Franklin. José Gabriel, que tenía su domicilio en calle San Carlos, próximo a San Diego, corrió hasta esta última calle y siguió su curso en dirección al sur, alcanzando al gallo de la Primera Compañía que veloz había hecho su entrada por esa arteria.
Rojas, con el impulso propio de su juventud, corrió hasta lograr tomarse del pasamanos trasero del liviano carro porta-mangueras e imprimiendo a sus ágiles piernas el ritmo de la velocidad que le obligaba el noble animal que la arrastraba, se mantuvo así por algunas cuadras. Pero sintiendo la proximidad del carro-bomba automóvil de la Quinta Compañía que los seguía o seguramente atendiendo el reclamo físico por el esfuerzo a que lo obligaba, trató o consiguió treparse (no hay versión clara de la acontecido) a una de las pisaderas traseras de gallo, resbalando en su intento (tampoco aclarado), y siendo fatalmente atropellado por la pesada máquina de la Quinta que daba alcance al porta-mangueras de la Primera.
Ante la inminencia del accidente, inútiles fueron los esfuerzos hechos por el cuartelero-conductor don Salustio Cubillos Valenzuela para detener la pesada máquina.
Su cadáver, tendido en el pavimento de la calle San Diego entre las calles Coquimbo y Copiapó, fue levantado por personal de la Asistencia Pública para luego ser trasladado al Cuartel de la Sexta Compañía.
Los restos del infortunado joven auxiliar recibieron el homenaje sentido del público en una severisíma Capilla Ardiente levantada en el salón de Honor de la Compañía.
José Gabriel Rojas Miranda, modesto auxiliar de la Sexta, cayó en el cumplimiento del deber cuando comenzaba a gozar de la primavera de la vida. Su sacrificio y ejemplo para las juventudes que engrosan las filas del Cuerpo de Bomberos lo convierten en el séptimo mártir del deber, único Auxiliar y el segundo de la Compañía.


(De la pagina de la sexta)
 

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Adolfo Ossa: Muerto en el servicio el 3 de Septiembre de 1876 (1ª Compañía)


La juventud sobre quien ejerce un enorme poder de seducción las empresas nobles y
generosas, y que ha sido siempre el nervio y la vida del Cuerpo de Bomberos voluntario,
contribuyó también con su tributo de sangre en pro de los ideales que son tan caros a las
almas jóvenes incapaces de ver sufrir sin acudir presurosos a restañar una lágrima o a
llevar un consuelo que mitigue el dolor ajeno.
Quiso el destino que un muchacho de veinte años, representante genuino de la más
alta sociedad de la capital, cuya holgada situación le permitía vivir rodeado de todos los
halagos y satisfacciones que podría apetecer su juvenil ambición sacrificara su bienestar y
su reposo en obediencia a los caritativos sentimientos que se anidaban en su alma y que
muy pronto debían llevarlo hasta ofrendar su vida por glorificar el penoso trabajo que había
abrazado con tanto entusiasmo y devoción.
Adolfo Ossa, con plena conciencia del compromiso que voluntariamente se imponía,
abandonó las comodidades de su hogar y los pasatiempos propios de su edad para
convertirse en uno de los tantos servidores de la humanidad que la gloria señala como un
ejemplo de heroísmo y de desinterés.
Ingresó a la 1ª Compañía de Bomberos, el 10 de Abril de 1875 y desde el primer
momento sus compañeros lo rodearon de la estimación y del cariño a que se hacía
acreedor por sus inestimables cualidades de buen amigo y cumplido caballero.
Bombero entusiasta y disciplinado, en su breve paso por las filas demostró un gran
fervor por la causa que servía, asistiendo con regularidad a los actos del servicio y
aportando su inteligente concurso en las comisiones administrativas de importancia para la
buena marcha de su Compañía.
Dispuesto en todo momento a cumplir con su deber, la noche del 3 de Septiembre de
1876, abandonó con presteza la función a que asistía en el Teatro Municipal, apenas tuvo
conocimiento que la campana del Cuartel General anunciaba incendio en la calle de San
Diego esquina del Carrascal (hoy Eleuterio Ramírez), y reemplazando su ropa de gala por
la humilde cotona del bombero, se dirigió rápidamente al sitio del siniestro, solicitando de
sus superiores un puesto de avanzada que le permitiera contener el empuje devastador de
las llamas.
El fuego que ya invadía totalmente la casa perteneciente a don Santiago Arredondo,
amenazaba propagarse con igual violencia a las propiedades vecinas; sin embargo
después de dos horas de dura lucha, se conjuró la amenaza, y la Comandancia dio orden
de retirada a varias Compañías, dejando de guardia entre otras a la 1ª, a fin de que
extinguieran totalmente los escombros del incendio.
A las doce de la noche, estando a punto de ponerse término a esa labor, Adolfo Ossa,
acompañado de tres voluntarios más, atendían un pitón que se encontraba trabajando
junto a una pared de adobes, que sin sostén alguno se mantenía en pie por un milagro de
equilibrio.
Merced a la oscuridad de la noche los cuatro bomberos proseguían en su tarea con
entera confianza sin advertir que esa pared humedecida y carcomida en su base envolvía
un serio peligro para ellos.
Repentinamente la muralla se desploma aplastándolos a todos ellos bajo sus ruinas.
Dada la voz de alarma los bomberos acuden rápidamente al sitio de la desgracia, y
empiezan a remover los escombros con gran actividad, primeramente se extraen los
cuerpos magullados y adoloridos de tres de los accidentados, y por último se retira el de
Adolfo Ossa sin dar señales de vida, se le conduce inmediatamente a otro sitio más
seguro, donde no tarda en constatarse la cruel realidad.
Adolfo Ossa había muerto, y su nombre debía ser inscrito en la lista de honor de los
mártires de la Institución.
La dolorosa noticia era conocida al día siguiente por toda la ciudad, llevando la
congoja a la familia de la víctima, a la sociedad y a sus amigos, quienes se aprestaron
para rendir a sus despojos el más elocuente tributo de aprecio y consideración.
El Directorio después de imponerse de la desgracia, acuerda que las Compañías
asistan a los funerales con su material enlutado, que la campana de alarmas toque una
campanada cada cinco minutos hasta que el cortejo llegue al Campo Santo. También
resuelve colocar en su salón de sesiones el retrato de Adolfo Ossa, y comisiona al Director
de la 5ª D. Domingo Arteaga Alemparte, para que haga uso de la palabra en el momento
de inhumar los restos.
A las 10 de la mañana, del día 8 de Septiembre, se efectuaron los funerales con gran
solemnidad; el cortejo se puso en marcha desde la casa mortuoria en el siguiente orden:
abría la marcha un escuadrón de batidores de la guardia municipal, a continuación
marchaban las Compañías de bomberos de la capital, a excepción de la 1ª, que formó al
final con sus más antiguos servidores, en atención a que el personal joven solicitó
autorización para conducir el carro mortuorio, en seguida venía el Directorio del cuerpo de
la capital, la comisión enviada por la Asociación porteña, la municipalidad presidida por el
Intendente de la Provincia, los Ministros del Interior, de Relaciones y de Hacienda en
representación del Gobierno, dos escuadrones de caballería que servían de escoltas a
estos funcionarios, y un sin número de carruajes con las personas que se asociaban al
duelo, y que eran seguidas por una enorme afluencia de gente que contribuía a dar mayor
realce al acto.
La comitiva se detuvo frente al Templo de la Recoleta donde se oficiaron solemnes
exequias, antes de continuar su marcha en dirección al Cementerio.
En el momento de inhumarse los restos, D. Domingo Arteaga Alemparte, hizo el
elogio de la víctima a nombre del Directorio; D. Samuel Izquierdo, en representación de la
1ª, y D. Osvaldo Rodríguez Cerda, cumpliendo con el encargo de los amigos del extinto


http://www.cbs.cl/documentos/CBS_Jorge_Recabarren.pdf
 

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PRIMER MASÓN MÁRTIR DEL CUERPO DE BOMBEROS DE VALPARAÍSO
ALEXANDER BLACKWOOD
(1845 – 1869)
Autor: Manuel Romo Sánchez

A las dos de la madrugada del día 24 de febrero de 1869, las campanas del Cuerpo de Bomberos de Valparaíso dieron la llamada de incendio. Un viejo edificio de tres pisos, situado en la quebrada del Almendro, entre las angostas calles de la Aduana y Cochrane, comenzó a ser presa de las llamas “en los altos ocupados por los empleados de los señores Alsop y Cía”.(1)

Dos horas más tarde el fuego tomó la acera sur de la calle de la Aduana incendiando la imprenta del diario “La Patria”, de propiedad del hermano Isidoro Errázuriz, y amenazó la casa del oriente, perteneciente a Magdalena Kiern de Manzano(2), donde estaba la imprenta del Universo, cuyo propietario era el hermano Guillermo Helfmann.

En la calle de la Aduana, por la acera norte, se quemaron las propiedades de Volwerk y Cía, Alsop y Cía., Robertson y Cía., Pearson, Jackson, Santamaría, Schutte Droste y Cía., casa habitación de Alsop y Cía. y casa habitación de Andrés R. Bello. Por la acera sur, se incendiaron las propiedades de Couve y Rondanelli, Ossa y Escobar, Lafuente y Sobrino, Carlos Rossell, C. von der Heide, Benito Manhenn, Francisco Carvallo, la Imprenta de La Patria, Quiroga y Cía., Juan R. Molina, Prieto Hermanos, el escritorio del abogado Troncoso, la Litografía de Jacobsen Hermanos y la casa habitación de Aguiar.

En la quebrada del Almendro se quemó la casa habitación de La Motte du Portail, la casa de martillo de Leonardo A. Dodds, “y varias otras habitaciones y escritorios”. (3)

En el combate contra el fuego participaron exitosamente las compañías 1ª, 2ª y 3ª y 34 marineros franceses del mercante “Megère”.

A las seis de la mañana, cuando se creía que el peligro había pasado y se trabajaba en la remoción de escombros, el derrumbe de una muralla sepultó a tres voluntarios de la Primera Compañía de Bomberos:

“Alrededor de las 6 de la mañana se procedió a remojar escombros que aún ardían. En efecto, el capitán de la Primera Compañía, don Carlos Rowsell, ordenó al sargento don Teodosio Budge, junto a tres bomberos, los voluntarios Blackwood, Lawrence y Rodríguez, ingresar con un potente chorro por Calle de la Aduana con El Almendro. Se encontraban en esa faena, cuando la bomba “La americana” falló mecánicamente, por su arduo trabajo, motivo por el cual, el sargento Budge abandonó el recinto para dirigirse a la bomba y tratar de reparar la falla. No había alcanzado a llegar hasta ésta, cuando un inmenso murallón de adobes orientado a la calle El Almendro, cayó sobre los infortunados Blackwood, Lawrence y Rodríguez que se encontraban en el interior del edificio, sepultándolos entre los restos aún humeantes del grueso murallón. Los cornetas ayudantes del comandante señor Cuevas, tocaron en arrebatadoras notas de auxilio. En forma vertiginosa, concurrieron bomberos de la Primera, Segunda de Agua, Segunda de Hachas y Guardia de la Propiedad para proceder al rescate de los infortunados pitoneros sepultados de la Primera Compañía, bajo toneladas de escombros humeantes.

“Muy pronto encontraron a la primera víctima entre el barro, la sangre y trozos de uniforme rojo. Se trataba de Alexander Blackwood. Su cuerpo se encontraba triturado por la muralla, y su casco, de suela y borde de bronce, había sido reducido a sólo dos pulgadas de espesor. Su muerte debió ser instantánea.

“Continuaron las labores de rescate y luego apareció el cuerpo del joven voluntario Eduardo Rodríguez, que aún vivía, pero agonizante. Gravemente herido, la muerte llegó pronto, ante la consternación de sus compañeros de bomba.

“La rebusca continuó, y se rescataron, con leves heridas, dos marineros del vapor mercante “Megère” y un campesino colaborador, afortunadamente sin lesiones.

“Tras nuevos esfuerzos de búsqueda y rescate, fue encontrado el cuerpo del voluntario de la Primera, Guillermo 2ª Lawrence, con una profunda herida que le atravesaba la frente y le partía la cara, en dos pedazos. Fue llevado a una casa particular, en la esquina de la Calle de la Aduana con la Quebrada El Almendro, donde hoy se encuentra la Bolsa de Valores de Valparaíso. Después de una dolorosa agonía, Lawrence, falleció a las 09.03 horas de la mañana, asistido por el cura de la iglesia de la matriz, monseñor Mariano Casanova, posteriormente Arzobispo de Santiago. A pesar que Lawrence era presbiteriano protestante, monseñor Casanova le impartió los últimos sacramentos católicos, aduciendo que existe un solo Dios”.(4)

Al nombre del Teniente Alejandro Farley, mártir de la 10ª Compañía de Bomberos de Valparaíso, caído en acción el 13 de noviembre de 1858, se sumaban ahora los de los mártires de la 1ª: Eduardo Rodríguez, Guillermo Lawrence y Alejandro Blackwood.

La ciudad de Valparaíso detuvo su actividad al día siguiente para participar en el homenaje que se les rindió a los héroes.

El cortejo fúnebre salió desde el cuartel general del Cuerpo de Bomberos e inició su marcha hacia el cementerio en el siguiente orden: la banda de música de la Artillería de Marina, todas las compañías de bomberos, la banda de la Artillería Cívica Naval, “los tres carros mortuorios, con sus uniformes sobre el cajón, tirados por dos miembros de cada compañía”, marinos franceses con sus respectivos oficiales, los Ministros del Interior, Hacienda y Justicia, el Intendente, la Municipalidad, el Cuerpo Consular, el Directorio del Cuerpo de Bomberos, comerciantes, oficiales de marina nacionales, el comodoro de Su Majestad Británica, oficiales extranjeros, “las cuatro logias masónicas, en número de 400 a 500, con el distintivo de una hoja de acacia”, gran número de particulares, “entre los cuales distinguíamos al diputado don Manuel A. Matta y su hermano Guillermo”. En total, entre cuatro mil y cinco mil personas.

La comitiva, en el orden mencionado, desfiló hacia el cementerio, “tocando las bandas de música marchas fúnebres”. Los restos de Eduardo Rodríguez fueron llevados al cementerio católico, donde se depositaron en la sepultura de la 3ª Compañía, después de una corta ceremonia.

“Los jóvenes Blackwood y Lawrence (5) fueron sepultados en el cementerio protestante, donde sólo se permitió entrar a los bomberos y autoridades.

“Don Benicio Álamos González y don David Trumbull pronunciaron algunas palabras sobre las tumbas de esos jóvenes.

“Después tuvo lugar una corta ceremonia masónica.

“Los bomberos y particulares regresaron a las dos y cuarto de la tarde; despidiéndose el duelo en la plaza del orden”.(6)

El diario La Patria del día siguiente dio cuenta de la despedida que los hermanos masones ofrecieron a los mártires:

“Las sociedades masónicas de Valparaíso, acompañadas de un considerable número de masones extranjeros, acudieron también en cuerpo a rendir los últimos honores a las lamentadas víctimas del deber y de la humanidad y en especial al joven Blackwood, Segundo Vigilante y miembro querido de la logia Bethesda de esta ciudad. La institución masónica debía hacer acto especial de presencia en un caso como el de ayer, en que se tributaba tan alto y merecido homenaje a las grandes virtudes sociales que ella cultiva y procura desarrollar entre sus afiliados”.

Benicio Álamos González, a la sazón Director de la 9ª Compañía de Bomberos de Valparaíso, Venerable Maestro de “Unión Fraternal” Nº1 y Gran Orador adjunto de la Gran Logia de Chile, pronunció un emotivo discurso, en el cual expresó:

“El masón que trabaja misteriosamente por el progreso, por la filantropía y por la fraternidad humana, ejecuta por cierto una obra bastante abnegada, porque jamás la mano derecha sabe lo que ejecuta la izquierda. Pero al menos, al través de esos trabajos, hay ciertas consideraciones personales y la esperanza de garantir la felicidad de los suyos, multiplicando el número de sus hermanos.

“Pero el bombero voluntario ¿qué espera? Nada. Para él no hay glorias ni hay inmortalidad, no hay recompensas futuras. Todo lo hace para el bien de la humanidad, por la más pura y desinteresada abnegación”.(7)

El hermano masón David Trumbull, miembro de la Logia “Bethesda”, a la que pertenecía el mártir Alejandro Blackwood, y pastor de la Iglesia Presbiteriana, pronunció un discurso de carácter religioso.

En Santiago, el drama conmovió también a la ciudadanía. Todas las compañías de bomberos pusieron sus banderas a media asta y las cubrieron con crespón negro en señal de duelo.

El día 27 de febrero la 1ª Compañía de Bomberos de Santiago y la Compañía de Salvadores y Guardia de Propiedad de la misma ciudad, enviaron sus condolencias.(8)

La familia del bombero Blackwood escribió una carta para agradecer a las autoridades, a los bomberos y al público, “por sus manifestaciones de respeto y simpatía hechas en memoria este amado y malogrado joven”.(9)

El Directorio del Cuerpo de Bomberos de Valparaíso escribió una sentida carta a las familias de los bomberos mártires. En parte de ella expresa: “El cuerpo de bomberos conservará imperecedero el recuerdo de esas preciosas víctimas y su primer deber, mientras exista, será guardar de la manera más solemne tan querida y triste memoria (…)”.(10)

Dos días antes, el 4 de marzo, la Primera Compañía de Bomberos de Valparaíso, representada por su Director, Francisco C. Brown, y Carlos E. Browne, agradece las condolencias recibidas. Su dolor es aún mayor, por cuanto estos voluntarios se habían incorporado hacía poco tiempo a la institución: “Profundamente nos ha impresionado ver a tres estimados compañeros, que apenas se incorporaban en nuestras filas para combatir nuestro enemigo común (…)”.(11)

La única nota discordante en esta sumatoria de homenajes al valor, a la entrega y al amor por la humanidad, la puso la Revista Católica, de Santiago, que describió el funeral como un acto profano, donde “no podían tener cabida las ceremonias y preces prescritos por la Iglesia en la conducción de los cadáveres al lugar sagrado en las solemnes exequias, desde que se conducían a la vez los de personas de distintas creencias, y el convoy era una mezcla de fieles con protestantes y católicos excomulgados”.(12)

El hermano Alexander Blackwood había nacido en 1845 y era carpintero. Fue el peticionario Nº 245 para ser iniciado en la Logia “Bethesda” de Valparaíso; la solicitud la presentó el 13 de noviembre de 1865. Su aplicación fue aceptada en este Taller masónico el 11 de diciembre del mismo año. Para el período 1867-1868 había sido elegido Segundo Vigilante.(13)

El 21 de junio de 1869, la Logia “Justicia y Libertad” Nº5, de Santiago, destinó una Tenida Fúnebre para honrar la memoria del hermano Alejandro Blackwood.


NOTAS:
(1) La Patria, Nº 1706, Valparaíso, 24 febrero 1869. (El lugar corresponde a las actuales calles Prat, Urriola y Cochrane).
(2) Esposa del masón Esteban Manzano.
(3)Op. cit.
(4) Texto del Bombero Honorario de la 1ª Compañía, don Jorge Humberto Bonilla B. (Correo electrónico del 14 octubre 2005), a quien agradezco, al igual que al voluntario Juan Portilla P., a cargo de los contactos por Internet, y a la Oficialidad de la “Bomba América”.
(5)Guillermo Lawrence había llegado hacía poco de Europa, donde había estado estudiando, enviado por su familia. En el viejo continente había pasado seis o siete años. El joven Guillermo Lawrence era hijo del hermano masón del mismo nombre, en este momento con sus negocios en Tomé, que había sido iniciado en la Logia Unión Fraternal, de Valparaíso, el 4 de enero de 1854, y que se encontraba radicado en la zona de Concepción, donde había participado, en 1856, en la fundación de la Logia “Estrella del Sur”.
(6) La Patria, Nº 1707, 25 febrero 1869.
(7) La Patria, Nº 1708, 26 febrero 1869.
(8) La Patria, Nº 1710, 1º marzo 1869.
(9) La Patria, Nº 1711, 2 marzo 1869.
(10) Carta dirigida al padre de Guillermo 2ª Lawrence. (La Patria, Nº 1711, 2 marzo 1869).
(11) La Patria, Nº 1739, 7 abril 1869.
(12) Citado por La Patria, Nº 1718, 10 marzo 1869.
(13) Información del V. H. John Enos, de la R. L. “Bethesda”, de Valparaíso.





http://www.bomberil.cl/varios/blackwood.htm
 

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Chile
Para los grandes incendios, llamen al pelirrojo


Las cuatro de la madrugada de un día de abril de 1962, Paul Neal Adair se estaba vistiendo en Gassi Touil, una zona de lo más calurosa del desierto del Sahara. A pesar del intenso calor, se puso ropa interior de franela y un mono de gabardina roja de cuello alto. Luego, cogiendo un casco rojo, se unió a otros cuatro hombres vestidos del mismo color.
Despuntaba el alba cuando el grupo cruzaban a toda velocidad el gran desierto en automóvil, sin tregua ni descanso rumbo al más grande incendio de un pozo de petróleo de la historia.
El pozo estaba ardiendo hacía ya cinco meses y medio, desde que estalló el fuego el 13 de noviembre de 1961, cada día se habían perdido 15.575.000 metros cúbicos de gas y 3.200.000 litros de gasolina. Y probablemente no habría en todo el mundo más que un solo hombre con la peripecia, la experiencia y el arrojo preciso para sofocarlo. Y ese no era otro que Adair el pelirrojo, un tejano regordete de 47 años nativo de Houston.

El oficio del pelirrojo es uno de los más peligrosos de la tierra, cada vez que combate una conflagración en un campo petrolífero se juega la vida. Porque el único modo de sofocar un incendio de tal magnitud es privarlo del oxígeno que lo alimenta, mediante una potente carga explosiva colocada cerca de la llama. En la labor de reunir todo el equipo que necesitaba se habían invertido cinco meses y cuatro millones de dólares. El elemento más importante en la lista de Adair era un gigantesco artefacto metálico de ocho toneladas llamado “válvula de control“, que se usaría para cerrar el pozo una vez apagado el fuego
Aun llevando 20 años matando incendios, aquella atronadora y colosal conflagración era la prueba más grande con la que jamás se había enfrentado. El fuego azotado por el viento, adquiría extrañas formas. Era ya un fantástico árbol otoñal, las llamas zigzagueando y elevándose hasta una altura de 135 metros, eran visibles en 150 kilómetros a la redonda en el cielo del desierto. Incluso el astronauta Jonh Glenn la había visto desde su cápsula espacial.
De cerca, un incendio así es un verdadero infierno. El gas brota impetuosamente de un tubo de 33 centímetros de diámetro, a razón de 180 metros cúbicos por segundo, es decir, con velocidad supersónica…,con tanta rapidez que no produce llama hasta que el gas llega a 10 metros de altura.
Aquella mañana de abril acompañaban al pelirrojo sus dos ayudantes permanentes, Asgar Hansen y Edward Matthews. El tercer miembro del grupo era un principiante llamado Charlie Tolar, futbolista profesional que trabajaba con Adair cuando terminaba la temporada deportiva, y finalmente el necesario interprete Karl Wolfgarten, dado que el personal del campo petrolero sólo hablaba francés.
A las ocho y media de la mañana el equipo de matafuegos, después de revisar el equipo en todas sus partes, válvula por válvula y perno por perno, consiguieron elevar su máquina más impresionante,…un tractor monumental con un botalón de 15 metros, a cuyo extremo estaba soldado un negro tambor de hierro. Fue entonces cuando se comenzó al llenado del tambor de hierro con el explosivo, formado por dinamita especial que contenía un elevado porcentaje de nitroglicerina, un total de 250 kilos. Amasó y moldeó los panes de dinamita como quien trabaja con arcilla, después montó las cápsulas detonadoras y empalmó el cable del detonador que terminaba en un disparador instalado en una trinchera a 180 metros del fuego. Desde este abrigo se provocaría la explosión.
Cuando el sol estaba ya muy alto sobre el horizonte, una muchedumbre de 500 personas,…trabajadores petroleros, policías, bomberos, enfermeros y dos helicópteros se hallaban listos para evacuar heridos si ocurría algún percance.
Adair movió una palanca, y la máquina, como un dinosaurio de largo pescuezo, avanzó lentamente.
Balanceándose lentamente la cabeza del dinosaurio se acercaba al lugar metro a metro, hasta que por fin llegó a 30 centímetros de donde el gas grisáceo se transformaba en fuego. Matthews apuntó con los brazos hacia abajo, en señal de que el pelirrojo debía detenerse justo allí, y salir corriendo….Adair saltó del tractor y siguió a su compañero en busca del abrigo de la trinchera. Una vez allí, Mathews activó la carga de dinamita.
Hubo un gran trueno mucho más fuerte que el fragor del fuego, y sobre las llamas anaranjadas y rojas se elevó una cortina de humo negro, a la que sucedió otra de tonos grises y blancos y, en lugar del trueno, se dejó oír un sonido agudo terriblemente molesto. A continuación empezó a caer una llovizna de gasolina…A las nueve y media de la mañana, el más grande incendio de un pozo petrolero había sido “muerto
El monstruo, como los tejanos llamaban al reventón, ocurrió en el Sahara el 3 de noviembre de 1961, cuando el gas que subía de un kilómetro y medio más abajo, hizo explosión y lanzó al aire 23.500 kilos de tuberías de acero para perforación, de 11,5 centímetros de diámetro, con la misma facilidad con que un hombre escupe un palillo de dientes.
En situaciones como esta, petroleros de todo el mundo recurrieron siempre a Adair el pelirrojo que adquirió una notabilidad mundial. A la edad de 75 años participó en la extinción de los incendios de los pozos petrolíferos de Kuwait en el conflicto de la Guerra del Golfo de 1991.
Dadas las acciones arriesgadas casi de película del pelirrojo durante su vida, en 1968 el gran Jonh Wayne protagonizó una película titulada Luchadores del Infierno basada en las hazañas de Adair en el desierto del Sahara.
Se retiró casi forzosamente en 1993. “Jubilarse? No sé lo que significa esa palabra, mientras un hombre es capaz de trabajar, se siente bien y es productivo, ha de mantenerse activo“. “He hecho un trato con el diablo. Dijo que me va a dar un lugar con aire acondicionado cuando vaya por allí, si voy allí.”
Paul Neal Adair el bombero del planeta, murió en el 2004, esperemos que hacia una vida menos calurosa….


http://elbauldejosete.wordpress.com/2010/05/20/para-los-grandes-incendios-llamen-al-pelirrojo/

 
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El Combate del Dos de mayo de 1866 y el primer héroe del bomberismo peruano.


de Bomberos Voluntarios del Perú, el Domingo, 2 de mayo de 2010 a la(s) 10:50 •
Hoy se cumple un aniversario más del combate del dos de mayo, y no podíamos dejar pasar esta fecha sin hacer mención a este importante acontecimiento en la historia de los Bomberos del Perú.

Días previos al dos de mayo, el puerto chileno de Valparaiso había sido bombardeado e incendiado, esto dejaba claro que Lima y Callao necesitaban prepararse para los posibles incendios que se produjeran en el Callao. Fue así como las colonias de italianos y frances residentes en Lima fundaron la Bomba "Roma" el 15 de abril de 1866, y la Bomba "France" el 20 de abril de 1866. Hicieron lo propio los nacionales al fundarse la Bomba Municipal "Lima" el 21 de abril de 1886.

Estas fuerzas contra incendio se sumaron a las existentes en el Callao y formaron la primera línea de defensa y salvataje durante la guerra.
Antonio Alarco Espinosa, fue uno de los bomberos voluntarios de La Bomba Municipal "Lima", que se encontrabá en la Torre de la Merced, según el parte oficial de la Comandancia General de la Batería del Sur, firmado por el Coronel Manuel G. de la Cotera, se refiere así, en uno de sus acápites, a la acción de Alarco:

"Entre los muertos en el mencionado combate del Callao, el bombero Antonio Alarco, que tan solo contaba con 25 años de edad, nos merece un especial recuerdo" Antonio Alarco, se alistó junto con otros 39 bomberos voluntarios en La Bomba Municipal "Lima", a solicitud del Alcalde, Don Antonio Salinas, para sofocar los incendios y transportar a los heridos a los hospitales. Un sobreviviente de la tragedia contó, según las crónicas de la época, que durante el combate cayó un sirviente de las piezas de artillería. Fue entonces que se llamó a un reemplazo para poder seguir alimentando a los cañones. Presuroso se adelantó el Teniente Coronel del ejército mexicano, César Zubiría. Pero cuando se alistaba a subir a la fatídica torre donde humeaban los cañones, un joven vestido de camisa roja y gorro azul se adelantó y le dijo: "¡Yo soy peruano; a mi me toca!" , pero justo cuando Antonio Alarco, se disponía alimentar los cañones, un estrépito se sintió y 27 hombres incluyendo al Ministro de Guerra José Galvéz perecieron.
La madre de Alarco, pudo identificar la mano de su hijo, por un anillo de oro, fue lo único que pudo reconocerse del valeroso bombero voluntario.

Fué así que Antonio Alarco se convirtió en el primer héroe del bomberismo peruano. Hoy a 144 años de su muerte, los bomberos voluntarios debemos honrar su memoria con nuestro esfuerzo y trabajo en bien de nuestra institución.

http://www.facebook.com/note.php?note_id=386145049351