HUY, MARTÍNEZ! NOS SALVAMOS!
El bombero Carlos Pulgarín y el cabo Sergio Iván Martínez, que estaban en el segundo piso, se tiraron hacia la calle por las ventanas. Esa decisión, aparentemente suicida, terminó por salvarles la vida. Martínez, a quien sus compañeros llamaban Pajarito, estaba recostado en el dormitorio, ubicado en el segundo piso, porque usualmente la llevaban el almuerzo después de la 1:30 p.m. Desde su cama escuchaba las risas de los efectivos que se hacían bromas mientras almorzaban. Un par de minutos antes habían salido de la estación el cabo Aroca y el sargento Castro, en un servicio de ambulancia. De pronto, sintió que la cama se le levantó y lo tiró hacia el lado del parque El Bosque. Mientras iba en el aire se puso como objetivo alcanzar la ventana. Esa era una de las estrategias que se había trazado después de las muchas conversaciones que él y sus compañeros habían tenido sobre la posibilidad de que el cuartel se derrumbara. Cuando cayó al suelo y lo sintió tambalear, alcanzó a abrir la ve
Huy, Martínez! Nos salvamos, nos salvamos! , fue lo primero que escuchó segundos después en boca de uno de sus compañeros, al que ayudó a salir de la parte superficial de los escombros. Martínez estaba descalzo, porque se había quitado las botas para recostarse. Buscó el almacén de la estación, que había quedado por encima de las ruinas. Se encontró con un reguero de botas y comenzó a medírselas, pero ninguna era de su talla. Andaba en esa tarea cuando salió otro compañero de entre las ruinas, y se puso a llorar apenas lo vio. A pie limpio se dirigió hacia el sector donde él suponía que podía haber otros bomberos atrapados, pero un enjambre de abejas, aturdidas porque el sismo había destrozado su panal, lo atacó. Decidió dar la vuelta a la estación por otro lado y encontró vivo al bombero Pava. Mientras se abrazaban y se alegraban de estar bien, Pava le preguntó por los demás.
Sólo quedamos tres fue la respuesta de Martínez, porque no había visto a nadie más. En ese momento llegó corriendo Pulgarín, el otro bombero que había saltado por la ventana. Venía cojeando y sangrando.
Mi cabo qué vamos a hacer? le preguntó desesperado a Martínez, antes de ponerse verde y desvanecerse. Martínez lo acostó en la acera de enfrente y le dijo que él ya no podía hacer nada y que lo mejor era que se quedara quieto y dejara trabajar a los demás. Después fueron a la casa de Pava, a media cuadra, para buscar unas botas talla 41. Mientras Martínez se las ponía, Pava se derrumbó y empezó a llorar. Sólo la imperiosa labor de sacar vivos a sus compañeros logró que se sobrepusiera. Al final, de las ruinas fueron rescatados con vida siete bomberos. Al mediodía del martes sacaron al último de los efectivos muertos, José Benjamín Guerrero. Durante la noche y la madrugada habían recuperado los cadáveres de los tenientes Jesús Gómez Agudelo y Edison Gámez Callejas, y de los bomberos Jairo Hernández y Fabio Hoyos. A uno de ellos la muerte lo sorprendió en el gesto de cerrar una de las cremalleras diagonales que el uniforme amarillo tiene a la altura del pecho. Otro cadáver tenía los brazos al frente de la cara, protegiéndose de la escalera de concreto que se le vino encima. Con ellos, murieron Rosemary Gallego, la aseadora de la estación; Edith, la mujer de Amaya, y un niño que nunca pudo ser identificado y que tuvo que ser enterrado como N.N. porque no le apareció ningún doliente. Algunos creen que podía estarle llevando el almuerzo a algún bombero y otros que se trataba de un muchacho que limpiaba parabrisas de autos en las calles y que había entrado a la estación únicamente a coger un poco de agua.
(...) Durante los tres primeros días de la emergencia, contaron después los bomberos, no hubo comida para ellos, salvo un pedazo de pan con algún trozo de salchicha y un vaso de gaseosa que les dio el martes la coordinadora de los Boy Scouts al ver que no habían ingerido nada. Cuando uno de ellos fue en una moto a la Defensa Civil, sede de la alcaldía, a hacer una diligencia, se retorció de la ira porque el alcalde y sus funcionarios se negaron a atenderlo: estaban comiendo unas chuletas de cerdo que les habían traído en cajas de cartón.
Ciro Antonio Guiza, capitán de los bomberos y reconocido por muchos como el verdadero comandante de ese cuerpo de socorro, llegó unos minutos después. El temblor lo sorprendió cuando redactaba un informe daba parte a la alcaldía de una extraña explosión que se había sentido a unas cuadras del centro de Armenia el sábado a las siete y media de la mañana. Un mes atrás, Guiza había soñado que le ordenaba a Fernando Salazar, el jefe de mantenimiento de la estación, que fuera al sector de la carrera 19 entre calles 21 y 22 para que ayudara al rescate de unas personas. Mientras daba órdenes, en el sueño, Guiza levantó la cabeza y vio la ciudad destruida. Fue la misma imagen que vio en la vida real ese 25 de enero. Y no fue el único que tuvo sueños premonitorios. Dos meses atrás, Pajaritoi, a quien después del salto desde la ventana del dormitorio los compañeros llaman El Cóndor , se soñó rescatando los cadáveres de sus compañeros. Duró esos dos meses contándoselo a los demás. Después de ese lunes ya nadie le volvió a preguntar por sus sueños. Tampoco quieren dejar dormir a Guiza; temen que vuelva a soñar una desgracia, porque no era la primera vez que se adelantaba a la realidad. Siempre que el capitán se sueña nadando, justo quince días después tiene que participar en un rescate subacuático.
Tres meses antes de la tragedia de Armero, en 1985, soñó que el alto de La Línea se había derrumbado, llevándose por delante un pueblo que no pudo identificar. Era tan conocida su capacidad premonitoria que un año después de aquel desastre hicieron un espectáculo público en el que un mentalista, a través de la hipnosis, intentó descubrir el secreto de sus predicciones. Sin embargo, ni siquiera logró hacerlo dormir. Ahora trato de no hacerle caso a los sueños y ya no me gusta soñar , diría Guiza unas semanas después.
La estación de bomberos, de tres plantas, había sido construida en 1963, y según un estudio de la Universidad del Quindío su estructura estaba en una situación tan crítica que no cumplía ninguna norma de sismorresistencia, por lo que un temblor de más de siete grados la pondría en serio riesgo de colapsar. No fueron necesarios los siete puntos en la escala de Richter, con sólo seis fue suficiente. Además de ese estudio, los bomberos habían consultado con otros ingenieros y con un tecnólogo en obras civiles, y la conclusión era la misma: la estación se caería con el primer temblor fuerte. Antes de esos estudios, la orden prioritaria, en caso de sismo, era salvar las catorce máquinas. Después, la orden cambió: en caso de un temblor, debían correr lo más rápido para salir de la estación y salvar sus propias vidas.
Basados en esos estudios, los bomberos le pidieron a la alcaldía, a través de una carta, que les ayudara a construir una nueva sede. La única respuesta que nos dieron fue el recibido, pero soluciones, no nos dieron ninguna, diría después Guiza. El disquete donde tenían copia de esa petición también terminó sepultado entre las ruinas de la edificación que pretendían salvar.
(...) En Circasia, la única máquina para extinguir fuegos era de 1954, la ambulancia era un campero adaptado igual que en Filandia y la camioneta la alquilaban a los carniceros de la región para el transporte de carne en canal, con lo que se paliaba un poco la falta de presupuesto. Para mejorar sus ingresos, los bomberos de Barcelona, Buenavista, Circasia, Córdoba, Filandia, Génova, La Tebaida, Montenegro, Pijao y Quimbaya, prestaban el servicio de parqueo a particulares. Incluso en este último municipio los bomberos llegaron a un acuerdo para que el que hiciera el último turno de guardia recibiera el producido del parqueo. En Calarcá, varios de los bomberos voluntarios sobrepasa n los cincuenta años, y las dos escaleras de que se dispone para atender incendios alcanzan sólo a un tercer piso, cuando el edificio más alto tiene doce. Por eso asombra la persistencia de los bomberos de Armenia en su vocación de servicio. Ahora tendrán que cumplir su labor con lo poco que les quedó: la ambulancia, una sillas maltrechas y los registros de la estación, viejos libros grandes de tapas rojas y lomo negro, que quizás terminen por registrar, junto al día y hora de la catástrofe de Armenia, los nombres de los cinco agentes que murieron sin ni siquiera haber podido salir de la estación a cumplir con su labor.
http://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-915672
http://charlaenlamesadelcasino.word...ticulo-destacado-de-la-hermandad-de-bomberos/
El bombero Carlos Pulgarín y el cabo Sergio Iván Martínez, que estaban en el segundo piso, se tiraron hacia la calle por las ventanas. Esa decisión, aparentemente suicida, terminó por salvarles la vida. Martínez, a quien sus compañeros llamaban Pajarito, estaba recostado en el dormitorio, ubicado en el segundo piso, porque usualmente la llevaban el almuerzo después de la 1:30 p.m. Desde su cama escuchaba las risas de los efectivos que se hacían bromas mientras almorzaban. Un par de minutos antes habían salido de la estación el cabo Aroca y el sargento Castro, en un servicio de ambulancia. De pronto, sintió que la cama se le levantó y lo tiró hacia el lado del parque El Bosque. Mientras iba en el aire se puso como objetivo alcanzar la ventana. Esa era una de las estrategias que se había trazado después de las muchas conversaciones que él y sus compañeros habían tenido sobre la posibilidad de que el cuartel se derrumbara. Cuando cayó al suelo y lo sintió tambalear, alcanzó a abrir la ve
Huy, Martínez! Nos salvamos, nos salvamos! , fue lo primero que escuchó segundos después en boca de uno de sus compañeros, al que ayudó a salir de la parte superficial de los escombros. Martínez estaba descalzo, porque se había quitado las botas para recostarse. Buscó el almacén de la estación, que había quedado por encima de las ruinas. Se encontró con un reguero de botas y comenzó a medírselas, pero ninguna era de su talla. Andaba en esa tarea cuando salió otro compañero de entre las ruinas, y se puso a llorar apenas lo vio. A pie limpio se dirigió hacia el sector donde él suponía que podía haber otros bomberos atrapados, pero un enjambre de abejas, aturdidas porque el sismo había destrozado su panal, lo atacó. Decidió dar la vuelta a la estación por otro lado y encontró vivo al bombero Pava. Mientras se abrazaban y se alegraban de estar bien, Pava le preguntó por los demás.
Sólo quedamos tres fue la respuesta de Martínez, porque no había visto a nadie más. En ese momento llegó corriendo Pulgarín, el otro bombero que había saltado por la ventana. Venía cojeando y sangrando.
Mi cabo qué vamos a hacer? le preguntó desesperado a Martínez, antes de ponerse verde y desvanecerse. Martínez lo acostó en la acera de enfrente y le dijo que él ya no podía hacer nada y que lo mejor era que se quedara quieto y dejara trabajar a los demás. Después fueron a la casa de Pava, a media cuadra, para buscar unas botas talla 41. Mientras Martínez se las ponía, Pava se derrumbó y empezó a llorar. Sólo la imperiosa labor de sacar vivos a sus compañeros logró que se sobrepusiera. Al final, de las ruinas fueron rescatados con vida siete bomberos. Al mediodía del martes sacaron al último de los efectivos muertos, José Benjamín Guerrero. Durante la noche y la madrugada habían recuperado los cadáveres de los tenientes Jesús Gómez Agudelo y Edison Gámez Callejas, y de los bomberos Jairo Hernández y Fabio Hoyos. A uno de ellos la muerte lo sorprendió en el gesto de cerrar una de las cremalleras diagonales que el uniforme amarillo tiene a la altura del pecho. Otro cadáver tenía los brazos al frente de la cara, protegiéndose de la escalera de concreto que se le vino encima. Con ellos, murieron Rosemary Gallego, la aseadora de la estación; Edith, la mujer de Amaya, y un niño que nunca pudo ser identificado y que tuvo que ser enterrado como N.N. porque no le apareció ningún doliente. Algunos creen que podía estarle llevando el almuerzo a algún bombero y otros que se trataba de un muchacho que limpiaba parabrisas de autos en las calles y que había entrado a la estación únicamente a coger un poco de agua.
(...) Durante los tres primeros días de la emergencia, contaron después los bomberos, no hubo comida para ellos, salvo un pedazo de pan con algún trozo de salchicha y un vaso de gaseosa que les dio el martes la coordinadora de los Boy Scouts al ver que no habían ingerido nada. Cuando uno de ellos fue en una moto a la Defensa Civil, sede de la alcaldía, a hacer una diligencia, se retorció de la ira porque el alcalde y sus funcionarios se negaron a atenderlo: estaban comiendo unas chuletas de cerdo que les habían traído en cajas de cartón.
Ciro Antonio Guiza, capitán de los bomberos y reconocido por muchos como el verdadero comandante de ese cuerpo de socorro, llegó unos minutos después. El temblor lo sorprendió cuando redactaba un informe daba parte a la alcaldía de una extraña explosión que se había sentido a unas cuadras del centro de Armenia el sábado a las siete y media de la mañana. Un mes atrás, Guiza había soñado que le ordenaba a Fernando Salazar, el jefe de mantenimiento de la estación, que fuera al sector de la carrera 19 entre calles 21 y 22 para que ayudara al rescate de unas personas. Mientras daba órdenes, en el sueño, Guiza levantó la cabeza y vio la ciudad destruida. Fue la misma imagen que vio en la vida real ese 25 de enero. Y no fue el único que tuvo sueños premonitorios. Dos meses atrás, Pajaritoi, a quien después del salto desde la ventana del dormitorio los compañeros llaman El Cóndor , se soñó rescatando los cadáveres de sus compañeros. Duró esos dos meses contándoselo a los demás. Después de ese lunes ya nadie le volvió a preguntar por sus sueños. Tampoco quieren dejar dormir a Guiza; temen que vuelva a soñar una desgracia, porque no era la primera vez que se adelantaba a la realidad. Siempre que el capitán se sueña nadando, justo quince días después tiene que participar en un rescate subacuático.
Tres meses antes de la tragedia de Armero, en 1985, soñó que el alto de La Línea se había derrumbado, llevándose por delante un pueblo que no pudo identificar. Era tan conocida su capacidad premonitoria que un año después de aquel desastre hicieron un espectáculo público en el que un mentalista, a través de la hipnosis, intentó descubrir el secreto de sus predicciones. Sin embargo, ni siquiera logró hacerlo dormir. Ahora trato de no hacerle caso a los sueños y ya no me gusta soñar , diría Guiza unas semanas después.
La estación de bomberos, de tres plantas, había sido construida en 1963, y según un estudio de la Universidad del Quindío su estructura estaba en una situación tan crítica que no cumplía ninguna norma de sismorresistencia, por lo que un temblor de más de siete grados la pondría en serio riesgo de colapsar. No fueron necesarios los siete puntos en la escala de Richter, con sólo seis fue suficiente. Además de ese estudio, los bomberos habían consultado con otros ingenieros y con un tecnólogo en obras civiles, y la conclusión era la misma: la estación se caería con el primer temblor fuerte. Antes de esos estudios, la orden prioritaria, en caso de sismo, era salvar las catorce máquinas. Después, la orden cambió: en caso de un temblor, debían correr lo más rápido para salir de la estación y salvar sus propias vidas.
Basados en esos estudios, los bomberos le pidieron a la alcaldía, a través de una carta, que les ayudara a construir una nueva sede. La única respuesta que nos dieron fue el recibido, pero soluciones, no nos dieron ninguna, diría después Guiza. El disquete donde tenían copia de esa petición también terminó sepultado entre las ruinas de la edificación que pretendían salvar.
(...) En Circasia, la única máquina para extinguir fuegos era de 1954, la ambulancia era un campero adaptado igual que en Filandia y la camioneta la alquilaban a los carniceros de la región para el transporte de carne en canal, con lo que se paliaba un poco la falta de presupuesto. Para mejorar sus ingresos, los bomberos de Barcelona, Buenavista, Circasia, Córdoba, Filandia, Génova, La Tebaida, Montenegro, Pijao y Quimbaya, prestaban el servicio de parqueo a particulares. Incluso en este último municipio los bomberos llegaron a un acuerdo para que el que hiciera el último turno de guardia recibiera el producido del parqueo. En Calarcá, varios de los bomberos voluntarios sobrepasa n los cincuenta años, y las dos escaleras de que se dispone para atender incendios alcanzan sólo a un tercer piso, cuando el edificio más alto tiene doce. Por eso asombra la persistencia de los bomberos de Armenia en su vocación de servicio. Ahora tendrán que cumplir su labor con lo poco que les quedó: la ambulancia, una sillas maltrechas y los registros de la estación, viejos libros grandes de tapas rojas y lomo negro, que quizás terminen por registrar, junto al día y hora de la catástrofe de Armenia, los nombres de los cinco agentes que murieron sin ni siquiera haber podido salir de la estación a cumplir con su labor.
http://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-915672
http://charlaenlamesadelcasino.word...ticulo-destacado-de-la-hermandad-de-bomberos/