Del Libro "Corazon " de Edmundo D¨Amicis
Viernes, 16
Continúa nevando sin cesar. Esta mañana, a causa de la nieve, ha ocurrido un serio percance cuando salíamos de la escuela. Un tropel de chiquillos, en cuanto llegaron a la plaza, empezaron a tirar bolas de nieve acuosa tan duras y pesadas como piedras. Por la acera pasaba mucha gente. Un señor gritó:
-¡Alto,Niños!
Pero en aquel preciso momento se oyó por otra parte un agudo chillido, viéndose a un anciano que había perdido el sombrero y andaba vacilante, cubriéndose la cara con las manos, y junto a él un niño que gritaba:
-¡Auxilio! ¡Socorro!
Inmediatamente acudió gente de todas partes. Le había pegado una bola en un ojo. Todos los muchachos escaparon a la desbandada, corriendo como flechas. Yo estaba delante de la librería, adonde había entrado mi padre, y vi llegar de prisa a varios compañeros míos, que se mezclaron entre los demás fingiendo que miraban los escaparates: eran Garrone con su acostumbrado panecillo en el bolsillo; Coretti, el albañilito, y Garoffi, el de los sellos de correos.
Mientras tanto se había reunido mucha gente en torno del anciano; un guardia municipal y otros corrían de una parte a otra amenazando y preguntando:
-¿Quién ha sido? ¿Quién? ¡Decid quién ha sido! -y miraban las manos de los muchachos para ver si las tenían humedecidas por la nieve.
Garoffi estaba a mi lado; me di cuenta de que temblaba y estaba tan pálido como un muerto.
-¿Quién? ¿Quién ha sido? -continuaba gritando la gente.
Entonces oí a Garrone que decía por lo bajo a Garoffi:
-Anda, ve a presentarte; sería una cobardía permitir que culpen a otro.
-¡Pero si yo no lo he hecho adrede! -respondió Garoffi, temblando como una hoja de árbol.
-No importa, cumple con tu deber -repitió Garrone.
-¡No me atrevo!
-Date ánimos, yo te acompañaré.
El guardia municipal y los otros gritaban cada vez más fuerte:
-¿Quién es el culpable? ¿Quién ha sido? ¡Le han metido un cristal de las gafas en un ojo! ¡Lo han dejado ciego! ¡Granujas!
Yo creí que Garoffi se iba a desmayar.
-Ven -le dijo Garrone de forma imperativa-, yo te defenderé.
Y cogiéndole por un brazo le empujó hacia adelante, sosteniéndole como a un enfermo. La gente, viéndolo, lo comprendió todo en seguida, y algunos acudieron con los puños en alto. Pero Garrone se interpuso, gritando:
-¿Serán capaces de arremeter diez hombres contra un niño?
Entonces se contuvieron; un guardia municipal tomó a Garoffi de la mano y lo condujo abriéndose paso entre la multitud a una pastelería, donde habían llevado al herido. Al verlo, reconocí de inmediato al viejo empleado que vive con su sobrinillo en el cuarto piso de nuestra casa. Lo habían recostado en una silla, poniéndole un pañuelo sobre los ojos:
-¡No lo he hecho adrede, ha sido sin querer! -decía, sollozando, Garoffi, medio muerto de miedo-. ¡Ha sido sin querer!
Dos o tres irrumpieron con violencia en la tienda y lo tiraron al suelo, gritando:
-¡Baja esa cabeza y pide perdón!
Pero de pronto dos vigorosos brazos le pusieron de pie, oyéndose una voz resuelta que dijo:
-i No, señores!
Era nuestro Director que lo había presenciado todo.
-Puesto que ha tenido el valor de presentarse -añadió-, nadie tiene derecho a maltratarlo.
Todos guardaron silencio.
-Pide perdón -le dijo el Director.
Garoffi, llorando a lágrima viva, abrazó las rodillas del anciano, y éste buscando con la mano la cabeza del niño, le acarició el pelo.
-¡Ea, muchacho, no te preocupes vete a casa!
Mi padre me sacó de allí y por el camino me dijo:
-Enrique, en un caso análogo, ¿habrías tenido el valor de cumplir con tu deber e ir a confesar tu culpa?
Yo le respondí que sí.
El me replicó:
-Dame tu palabra de honor de que así lo harías.
-Te doy mi palabra, padre.
Viernes, 16
Continúa nevando sin cesar. Esta mañana, a causa de la nieve, ha ocurrido un serio percance cuando salíamos de la escuela. Un tropel de chiquillos, en cuanto llegaron a la plaza, empezaron a tirar bolas de nieve acuosa tan duras y pesadas como piedras. Por la acera pasaba mucha gente. Un señor gritó:
-¡Alto,Niños!
Pero en aquel preciso momento se oyó por otra parte un agudo chillido, viéndose a un anciano que había perdido el sombrero y andaba vacilante, cubriéndose la cara con las manos, y junto a él un niño que gritaba:
-¡Auxilio! ¡Socorro!
Inmediatamente acudió gente de todas partes. Le había pegado una bola en un ojo. Todos los muchachos escaparon a la desbandada, corriendo como flechas. Yo estaba delante de la librería, adonde había entrado mi padre, y vi llegar de prisa a varios compañeros míos, que se mezclaron entre los demás fingiendo que miraban los escaparates: eran Garrone con su acostumbrado panecillo en el bolsillo; Coretti, el albañilito, y Garoffi, el de los sellos de correos.
Mientras tanto se había reunido mucha gente en torno del anciano; un guardia municipal y otros corrían de una parte a otra amenazando y preguntando:
-¿Quién ha sido? ¿Quién? ¡Decid quién ha sido! -y miraban las manos de los muchachos para ver si las tenían humedecidas por la nieve.
Garoffi estaba a mi lado; me di cuenta de que temblaba y estaba tan pálido como un muerto.
-¿Quién? ¿Quién ha sido? -continuaba gritando la gente.
Entonces oí a Garrone que decía por lo bajo a Garoffi:
-Anda, ve a presentarte; sería una cobardía permitir que culpen a otro.
-¡Pero si yo no lo he hecho adrede! -respondió Garoffi, temblando como una hoja de árbol.
-No importa, cumple con tu deber -repitió Garrone.
-¡No me atrevo!
-Date ánimos, yo te acompañaré.
El guardia municipal y los otros gritaban cada vez más fuerte:
-¿Quién es el culpable? ¿Quién ha sido? ¡Le han metido un cristal de las gafas en un ojo! ¡Lo han dejado ciego! ¡Granujas!
Yo creí que Garoffi se iba a desmayar.
-Ven -le dijo Garrone de forma imperativa-, yo te defenderé.
Y cogiéndole por un brazo le empujó hacia adelante, sosteniéndole como a un enfermo. La gente, viéndolo, lo comprendió todo en seguida, y algunos acudieron con los puños en alto. Pero Garrone se interpuso, gritando:
-¿Serán capaces de arremeter diez hombres contra un niño?
Entonces se contuvieron; un guardia municipal tomó a Garoffi de la mano y lo condujo abriéndose paso entre la multitud a una pastelería, donde habían llevado al herido. Al verlo, reconocí de inmediato al viejo empleado que vive con su sobrinillo en el cuarto piso de nuestra casa. Lo habían recostado en una silla, poniéndole un pañuelo sobre los ojos:
-¡No lo he hecho adrede, ha sido sin querer! -decía, sollozando, Garoffi, medio muerto de miedo-. ¡Ha sido sin querer!
Dos o tres irrumpieron con violencia en la tienda y lo tiraron al suelo, gritando:
-¡Baja esa cabeza y pide perdón!
Pero de pronto dos vigorosos brazos le pusieron de pie, oyéndose una voz resuelta que dijo:
-i No, señores!
Era nuestro Director que lo había presenciado todo.
-Puesto que ha tenido el valor de presentarse -añadió-, nadie tiene derecho a maltratarlo.
Todos guardaron silencio.
-Pide perdón -le dijo el Director.
Garoffi, llorando a lágrima viva, abrazó las rodillas del anciano, y éste buscando con la mano la cabeza del niño, le acarició el pelo.
-¡Ea, muchacho, no te preocupes vete a casa!
Mi padre me sacó de allí y por el camino me dijo:
-Enrique, en un caso análogo, ¿habrías tenido el valor de cumplir con tu deber e ir a confesar tu culpa?
Yo le respondí que sí.
El me replicó:
-Dame tu palabra de honor de que así lo harías.
-Te doy mi palabra, padre.