Carta de Zegers
CARTA DEL GUARDIAMARINA VICENTE ZEGERS A SU PADRE
Iquique, mayo 28 de 1879.
Querido papá:
No sé si esta carta pueda llegar a sus manos; sin embargo confío en ello, y deseando que usted esté al cabo de lo realmente sucedido el 21 del presente, trataré de hacerle una descripción del desigual combate habido entre el blindado peruano Huáscar y nuestra débil pero gloriosa corbeta Esmeralda. Es natural que no relate muchos de los incidentes de esta horrible tragedia: más ello es natural, debido en parte al olvido y en parte a lo sensible que me es relatar escenas terribles que es necesario verlas para comprenderlas; sin embargo, trataré de ser lo más explícito posible, y espero que usted quedará satisfecho con mi relación.
Como le he dicho en mis cartas anteriores, con motivo de la salida de la escuadra quedamos como sostenedores del bloqueo el Covadonga y nosotros. Vivíamos tranquilos cumpliendo nuestro cometido y sin sospechar siquiera una sorpresa por parte del enemigo, cuando en la mañana del miércoles 21 avistamos por el norte dos buques que resultaron ser los blindados peruanos Huáscar e Independencia. Inmediatamente avisado nuestro querido comandante de la proximidad del enemigo, ordenó tocar generala con una calma digna de todo elogio.
Era natural que al ver nuestra gente la inmensa superioridad del enemigo hubiera desmayado o perdido su entusiasmo. Sin embargo, no sucedió así, y al oírse el toque del corneta todo el mundo corrió a sus puestos, con la sonrisa en los labios, la esperanza en el corazón y con el placer que se experimenta al defender la patria querida.
Mientras esto sucedía a bordo, el Covadonga se alistaba en son de combate y se ponía en movimiento.
Casi al mismo tiempo el comandante nuestro tocó el botón de la máquina para hacer nosotros lo mismo; más aún no había dado dos vueltas el hélice, cuando una de nuestras calderas se rompió, quedando en consecuencia con una y con un andar de dos millas. La situación no podía ser más difícil; más nadie parecía comprenderla, pues sólo se veía en los semblantes el entusiasmo y el deseo de combatir.
Eran las 8.40 y el Covadonga pasaba inmediato a nosotros, cuando el Huáscar hizo su primer disparo, el cual cayó exactamente entre la proa de aquel y la popa de nosotros. En aquel instante se sintió un unísono viva Chile lanzado por las tripulaciones de ambos buques, y poco después el comandante, poniéndose al habla con el capitán Condell, jefe del Covadonga, le ordenaba conservarse en fondo, manifestando así su plan, que era interponerse entre los fuegos del enemigo y la población para que los proyectiles de aquel fueran a herir a ésta.
Apenas habían pasado algunos instantes cuando el Covadonga rasgó el aire con su primer disparo, el que fue saludado con un ¡¡hurra!! general. En aquel momento el combate era sostenido por nuestros buques y el Huáscar; la Independencia avanzaba sin hacer todavía uso de sus cañones. Poco se demoró la Esmeralda en seguir el ejemplo de su compañera, pues una descarga hecha por la batería de estribor hizo conocer al enemigo que a bordo todos estaban resueltos a morir antes que rendirse. Vino a fortalecer el propósito de nuestros tripulantes la voz del comandante, que se expresó en estos términos:
“Muchachos: la contienda es desigual, pero ánimo y valor. Hasta el presente ningún buque chileno ha arriado jamás su bandera; espero, pues, que no sea esta la ocasión de hacerlo. Por mi parte yo os aseguro que mientras viva tal cosa no sucederá, y después que yo falte, quedan mis oficiales, que sabrán cumplir con su deber”.
Al mismo tiempo se sacó la gorra y prorrumpió en un ¡viva Chile! que fue varias veces repetido por nuestra gente llena de entusiasmo.
Sería necesario que usted se hubiera hallado antes en un caso semejante para comprender el entusiasmo que es capaz de despertar un viva a la patria, lanzado por un jefe querido, en aquellos supremos instantes. La aseguro que a muchos les vi las lágrimas en los ojos.
¡Serían cerca de las nueve cuando la Independencia empezó a ayudar al Huáscar en su obra de exterminio! Los proyectiles llovían, pero hasta aquel instante a nadie herían, y un humo intenso cubría el lugar del combate. La Covadonga, allegada siempre a la orilla, trataba de dar vuelta a la isla para pasar al otro lado y dividir así el combate entre buque y buque, lo que consiguió seguida de cerca por la Independencia. Causaba no sé qué impresión ver a aquel enorme e imponente blindado combatiendo con nuestra pequeña cañonera. Combatían dos cañones de a 70 contra uno de a 300, ocho de 150 y 18 de a 70. Por nuestra parte seguíamos batiéndonos con el Huáscar, y mientras las balitas de nuestros pequeños cañones rebotaban en el costado de éste sin dejar ni aún el rastro, los proyectiles que él nos lanzaba pasaban más o menos cerca, perdiéndose inmediatos a la población. En aquellos instantes nos batíamos por defender la honra de nuestra nación y cumplir como buenos, más nos hallábamos completamente seguros de que aquel combate entre fuerzas tan inmensamente desiguales no podría terminar sino con el exterminio de nuestro querido y glorioso buque.
Nos habíamos acercado mucho a tierra y nos creíamos seguros de los espolonazos, cuando una lluvia de balas de cañón y rifle lanzadas desde tierra nos hizo comprender que nos batíamos con dos enemigos, los blindados y el ejército, quienes nos tomaban entre dos fuegos.
La primera sangre que corrió fue causada por estos disparos; una de las granadas dio en el estómago a uno de los sirvientes de un cañón, matándolo en el acto, y otra hirió en un brazo a un muchacho, que al ver correr su propia sangre gritó: ¡Viva Chile!
Pocos momentos después y casi a las dos horas de combate, el Huáscar nos acertaba su primer balazo, el cual, penetrando por babor, salió por estribor, llevándole la pierna a uno, abriendo un agujero como de un metro cuadrado y declarando un pequeño incendio que fue sofocado a tiempo por la gente destinada a ese objeto.
Como continuaran hostilizándonos desde tierra, hicimos sobre ellos cinco disparos de cañón, al mismo tiempo que los rifleros hacían un fuego graneado sin interrupción, que era también contestado, causando bajas entre nuestras gentes. Yo me hallaba próximo a la amurada de estribor junto con el teniente Uribe, cuando una granada dio en ella, abriéndola, lanzando lejos el cabillero e hiriendo a un sirviente del cañón en que yo estaba. En estos momentos se acercó a mí el teniente Serrano y me dijo: - “Vamos a la cámara a tomar la última copa”. Lo seguí, y allí, después de darme un abrazo, me dijo algunas palabras que indicaban lo resuelto que se encontraba para todo.
Subía por la escotilla a cubierta, impresionado por sus palabras, cuando encontré a un mecánico que también me abrazó, diciéndome: -“Señor Zegers, ¡adiós! ¡No hay que darse hasta el último!”. Le aseguro, querido papá, que aquellas escenas eran de partir el alma a cualquiera. Me causaban no sé qué impresión ver la firmeza con que esperaban la muerte todos aquellos hombres que sin esperanza se batían por defender la patria, dejando algunos esposas y otros madres completamente abandonadas. Le aseguro que mientras viva nunca olvidaré las palabras de Serrano, una de las personas a quien debo más.
Cuando salí a cubierta, el combate se encontraba en lo más recio. La Esmeralda por librarse de los fuegos de tierra se había hecho un poco más al norte, lo que hacía que el Huáscar le disparara sin cesar, causando los más terribles estragos. No se veía ni atendía a heridos, porque sólo se encontraban cuerpos mutilados sin señales de vida. Yo me dirigí a un cañón e hice varios disparos hasta que el cabo me dijo: -“Señor, deme a mí la rabiza porque hasta aquí no he tirado casi nada”. Se la di, y me fui a otro cañón de popa que pronto quedó fuera de combate.
Me dirigí de nuevo a proa, y al pasar por el cañón que había ocupado antes, vi en cubierta el cadáver mutilado del cabo que me había pedido la rabiza: una granada del Huáscar le había volado la cabeza y parte de los hombros, no dejando sino restos cauterizados que humeaban todavía.
Seguí mi camino a proa, y allí encontré a mi compañero Riquelme que con un valor digno de todo elogio disparaba sin cesar. Me dio la mano y me dijo: -“Si la suerte nos es adversa a uno de los dos, espero que ambos sabremos cumplir como amigos y compañeros”.
Agregó algunas otras palabras y continuó con su tarea después que yo le hube prometido cumplir con lo que me pedía.
Subí al castillo, donde me refresqué con un poco de agua con coñac que tenía el teniente Uribe y enseguida me fui de nuevo a popa, donde me ocupé en disparar con varios cañones.
Hasta aquel momento no había perecido ningún oficial y a todos los veía en sus puestos, hasta algunos oficiales mayores que, como el contador, se ocupaban en ayudar a animar la gente con su palabra.
El señor comandante con su acostumbrada calma seguía dando órdenes, que eran inmediatamente cumplidas, excepto las que se referían a la máquina pues ésta apenas se movía. En su rostro no se veía sino la serenidad y el buen tino, junto con el deseo de morir con honra antes que rendirse.
Eran las doce, y parece que el enemigo se hallaba disgustado de nuestra resistencia, pues deseando concluir pronto, viró un poco y nos puso su proa perpendicular a nuestro costado, dando al mismo tiempo toda la fuerza a su máquina, demostrando así su deseo de hacernos rendir o partirnos en dos. Al ver esto la gente, en lugar de abandonar sus puestos y buscar su salvación, cargó inmediatamente la artillería y esperó en esta posición.
En este momento yo me hallaba a proa. El enemigo se encontraba ya cerca cuando se sintió una descarga terrible producida por nuestros cañones, que concentrados dispararon sobre el enemigo sin causar más que rasguños.
Al mismo tiempo los rifleros de las cofas hacían sobre la cubierta un fuego graneado que no hacía gran daño, pues casi todo el mundo se ocultaba abajo.
Pocos instantes después y a pesar de habernos movido lo que la máquina nos permitía, sentimos un choque horrible que el Huáscar daba a la Esmeralda en la parte de popa, a babor. Al mismo tiempo el comandante gritó: ¡Al abordaje, muchachos! precipitándose él el primero sobre la cubierta del enemigo; más desgraciadamente la voz no fue bien oída y el Huáscar mandó atrás. Se desprendió inmediatamente, no alcanzando a pasar nadie más que él y el sargento de la guarnición que era el que estaba más inmediato. Usted puede comprender cuál sería la situación de nuestro bravo comandante al verse acompañado de un solo hombre sobre la cubierta del Huáscar. Los que lo vieron de cerca dicen que, poniéndose pálido y demostrando en los ojos el fuego patrio que lo animaba, se adelantó seguro hacia la torre del comandante, ¡Dios sabe con qué objeto! más desgraciadamente no pudo realizar su deseo, porque en aquel mismo instante recibió un balazo en la cabeza que lo dejó muerto sobre cubierta.
Mientras tanto el sargento había recibido diez o doce balazos y sentado sobre una bita, se balanceaba profiriendo palabras entrecortadas. En esta posición fue como lo tomaron prisionero.
Debo hacer constar aquí un hecho que nos causó en el entrepuente numerosas bajas. Al dar el Huáscar su espolonazo, disparó a boca de jarro los dos cañones de su torre, cuyos proyectiles fueron a penetrar en el entrepuente causando los más horribles estragos.
Era cosa que partía el alma ver los restos humanos que por todas partes cubrían la cubierta de este departamento. Mientras el Huáscar se retiraba, nuestra gente acudía de nuevo a los cañones y rompía otra vez el fuego con más viveza que nunca. Sabíamos que nuestros proyectiles no debían causar daño al enemigo, más nos consolaba el pensar que ellos eran suficientes para demostrar que la tripulación de la Esmeralda sabía defenderse hasta el último momento, salvando así ilesas las gloriosas tradiciones del buque que pisaba.
Al ver el teniente 1º señor Uribe que el comandante había faltado, se fue de proa a popa a ocupar su puesto, y mandando llamar al ingeniero1º, le ordenó que tuviera las válvulas listas para echar el buque a pique tan pronto como se le ordenase. Venía yo de popa cuando encontré al teniente Serrano, quien me dijo: “Tengo que comunicarte una gran desgracia: ¡nuestro comandante ha muerto!”. No sé realmente lo que pasó por mí al oír aquella noticia; pero ella me hizo comprender que era necesario perecer como él antes que arriar nuestro glorioso pabellón, que orgulloso flameaba en el pico de mesana.
Comuniqué yo esta triste noticia a mi compañero Riquelme, que fue el primero que encontré haciendo de cabo de un cañón, y fue tal su exaltación al oírme, que saltando del castillo a cubierta, gritó: -“¡Muchachos! ¡Nuestro comandante ha muerto! Corramos, que es necesario vengarlo”. Al oír nuestra gente aquellas palabras, se conocía que palpitaba de entusiasmo a la sola idea de saltar al abordaje sobre la cubierta del Huáscar.
Serían las 12.30 y el enemigo como a 300 metros continuaba sus disparos sin interrupción, causándonos inmensas baja con cada una de sus granadas. Usted comprende que a esa distancia era imposible errar tiro. Mientras tanto, se alistaba para darnos la segunda embestida, y al mismo tiempo nosotros gobernábamos para evitarla; pero desgraciadamente el buque apenas se movía el segundo choque tuvo lugar diez veces más terrible que el primero, disparándonos como en aquella las dos piezas de su torre. Al juntarse los dos buques, el teniente Serrano, revolver y espada en mano, gritó ¡al abordaje! y la gente se lanzó al castillo con este objeto; más el comandante Grau, que tal vez preveía esto, hizo inmediatamente atrás; sólo alcanzó a saltar Serrano acompañado de doce valientes más. Yo los vi cuando avanzaban por el castillo del Huáscar, bajando enseguida a la cubierta y acercándose a la torre al pie de la cual recibió el teniente Serrano un balazo que lo tendió en cubierta, alcanzando a decir a los que tenía al lado: “¡Yo muero! pero no hay que darse, muchachos”.
Los valientes trataron de cumplir con esta orden, pero o fueron muertos a bala o quedaron sin cartuchos que poder disparar.
Ametralladoras situadas a popa barrían con todos.
La Esmeralda, que había recibido sin gran daño el primer espolonazo, sufrió inmensamente con el segundo, empezando a hacer agua por la proa, lo que hizo que se anegara la santabárbara y apagaran los fuegos de la máquina. Casi al mismo tiempo subieron sobre cubierta el condestable y el ingeniero 1º, ambos a avisar al teniente 1º lo que pasaba en sus departamentos. Bajaba el 2º de la toldilla a decir lo ocurrido, cuando vino una granada que lo hizo desaparecer.
Escenas como éstas se repetían a cada momento, pasando desapercibidas a causa del estruendo de los cañonazos y del fuego que dominaba a la gente.
Como usted ve, el buque quedaba lo mismo que una boya, sin gobierno y sin máquina y esperando por momentos hundirse con todos sus tripulantes; sin embargo de esto, el entusiasmo de los pocos que quedaban en cubierta no desaparecía, y tres o cuatro cañones que aún tenían cartuchos seguían disparando para sostener hasta el último instante la enseña del poder naval en el Pacífico.
El Huáscar no cesaba sus fuegos, y la dirección que tomaba nos hizo comprender que aprovechándose de nuestra completa inmovilidad, no haría tardar mucho su tercer espolonazo.
En efecto, era la una y minuto cuando sentimos el tercer choque, más terrible aún que el anterior, sintiendo al mismo tiempo las detonaciones producidas por los terribles cañones del enemigo, que esta vez produjeron estragos mucho mayores que los anteriores; una granada penetró por estribor, debajo de la toldilla, mutilando horriblemente a unos y matando instantáneamente a otros. En aquel lugar se encontraban muchos muchachos de doce a catorce años, ayudantes de timonel, que quedaron vivos pero horriblemente heridos, lanzando por este motivo alaridos capaces de enternecer al hombre de corazón más duro.
Un cabo de la guarnición llamado Reyes, que sabía tocar la corneta, al ver que el buque había sucumbido, la tomó y siguió tocando ataque con una firmeza admirable hasta que vino una granada que le voló la cabeza.
Si esto era terrible, querido papá, aún falta lo peor. Se hallaban en la sala de armas, listos para subir a cubierta, los ingenieros Mutilla, Manterola y Gutiérrez, que habían abandonado la máquina por estar llena de agua, junto con los mecánicos Torres y Jaramillo, el sangrador, el maestre de víveres, el despensero y dos carpinteros, cuando vino una granada que los destrozó a todos, no dejando vivo sino a Segura, que también estaba con ellos y que no sabe darse cuenta del modo cómo ha salvado.
Igual suerte corrieron diez infelices heridos que se hallaban acostados después de haber recibido la primera cura.
El buque se hundía rápidamente de proa; sin embargo, aún se oían algunos disparos que indicaban que todo el mundo permanecía en sus puestos.
En aquellos supremos instantes estábamos casi todos los oficiales en la toldilla y decidieron esperar que el buque se sumergiera. Ya la proa desaparecía bajo las aguas, cuando se sintió un último tiro, al mismo tiempo que un ¡viva Chile! lanzado por los pocos sobrevivientes, demostraba a los observadores de aquella horrible tragedia, el valor de que eran capaces los hijos de nuestra noble tierra.
Casi inmediatamente el buque se hundió con todas sus banderas: la de jefe al tope de mesana, la de guardia en el trinquete, el gallardete al mayor y dos nacionales al pico de mesana, pues se había tomado la precaución de izar otra por si acaso faltaba la primera…
Tal fue el fin de la gloriosa Esmeralda, que hasta el último instante supo conservar sus honrosos antecedentes, prefiriendo sucumbir antes que arriar su pabellón.
Cuando el buque se hundió yo estaba en la toldilla y casi al mismo instante sentí hundirse el buque bajo mis pies y el torbellino inmenso que formó el buque al desaparecer bajo las aguas…
Permanecí por algunos instantes sin saber lo que me pasaba, y Dios sólo sabe cómo salvé. Cuando saqué la cabeza fuera del agua, vi al Huáscar y una especie de nata formada por cincuenta o sesenta cabezas junto con diferentes trozos de madera, restos del buque.
Yo, que como usted no ignora, sé nadar, traté de irme a tierra, y junto con dos marineros que sabía eran buenos nadadores, nos prometimos ayudarnos mutuamente.
Yo veía cerca al Huáscar y veía también sus botes que trataban de salvar a los náufragos, más no sé qué instinto me obligaba a huir de ellos; pero el bote avanzaba con gran ligereza y pronto sentí sobre mi cabeza la voz de un oficial que me decía subiera al bote. No teniendo otra cosa que hacer, subí y allí encontré a varios otros compañeros que ya habían sido recogidos. Pregunté por Riquelme, y tuve el gran sentimiento de saber que había perecido. Recogimos a varios otros, y pronto llegamos a bordo, donde fuimos bien recibidos.
Allí permanecimos cuatro horas, viniéndonos enseguida a tierra, donde permanecemos como prisioneros de guerra. Nos tratan bien. Estamos alojados en el cuartel de bomberos.
VICENTE ZEGERS R.