
“La Quinta”, como le dicen con cariño sus voluntarios, está ubicada en Nataniel Cox, en el centro de Santiago, a pocas cuadras de La Moneda. El 11 de septiembre de 1973 vivió de todo: se convirtió en hospital de campaña, sobre su mesa de pool se extendieron mapas y recibió balazos. En la tarde, 35 bomberos de esa compañía asistieron al incendio en la sede del Gobierno. Vieron muertos, armas y al Presidente Allende. Aquí, por primera vez los bomberos relatan los detalles inéditos de esa jornada.
El 11 de septiembre de 1973, la Quinta Compañía de Bomberos de Santiago, la bomba Arturo Prat, fue uno de los testigos de los históricos hechos que cambiaron el rumbo del país. La Moneda está apenas a tres cuadras.
Aunque existe la eterna discusión entre compañías, los voluntarios de esa bomba aseguran haber sido los primeros en llegar a La Moneda en la tarde de ese martes y en sus documentos se registra que permanecieron allí por siete horas.
Su cuartel ubicado en Nataniel Cox recibió balazos, se socorrieron heridos y vio salir a sus bomberos a enfrentar el incendio que afectaba al palacio de gobierno. Fueron ellos, aseguran, los primeros en instalar un pitón -artefacto para fijar la manguera principal- en la esquina de Moneda con Morandé y una trifurca -distribuidor de agua que permite tres salidas- en la entrada principal del edificio.
Ese día asistieron al incendio 35 voluntarios de la Quinta. De ellos, sólo siete están vivos o siguen siendo miembros de la compañía. Por más de dos horas -y con motivo de los 50 años de estos hechos- cinco de ellos contaron su testimonio y detalles desconocidos hasta ahora. Ramón Rodríguez, Rodrigo Urzúa, Arturo López, Francisco Mujica y Leopoldo Valdés recrearon lo que pasó ese día. El mayor tenía entonces 28 años; el menor apenas 22.
En esta conversación, por primera vez los cinco voluntarios se reúnen a hacer público los detalles inéditos de esa jornada. Mientras tanto, más de 20 voluntarios activos -de todas las edades- escuchan atentamente a sus compañeros.
“Veíamos las tanquetas por Nataniel Cox”
Esta historia tiene tres tipos de involucrados, dice Francisco Mujica (73), en ese entonces estudiante de Ingeniería Civil de la Universidad Católica: quienes estaban de guardia en el cuartel, los que llegaron durante la mañana y quienes salieron desde sus casas para sumarser al servicio.
Arturo López (72) -quien por ese tiempo llevaba seis semestres en medio de huelgas en Ingeniería Civil de la Universidad de Chile- se remonta un poco más atrás. A la mañana del 29 de junio del 73, cuando se produjo el Tanquetazo, considerado el primer intento de golpe contra el Gobierno de la UP. Él recuerda que ese día estaba de guardia. Su pieza se ubicaba en el segundo piso de la bomba, en la esquina de Alonso de Ovalle. En Siberia, como le llaman los bomberos a esa habitación por su baja temperatura.
“Despertamos a las 8 de la mañana con una ráfaga de ametralladora, abrimos la ventana y abajo de nosotros había un tanque apuntando a La Moneda”, cuenta. Agrega que a las 16:00, luego de bastante tensión, terminó todo. Tres días más tarde, recuerda, “cuando empezaron los ruidos el 11 (de septiembre), era lógico que también fuera así”. No fue el caso.
“Veíamos cómo pasaban las tanquetas por Nataniel Cox hacía adentro y vimos militares con unos pañuelos color naranja. Era el distintivo que se pusieron ese día para diferenciarse del MIR y otros”, afirma Rodrigo Urzúa (75), entonces estudiante de Química de la Universidad de Chile.
“La cosa es seria”
A las 8:30 a.m., “la pasividad en el cuartel es rota por una radioemisora que dice ‘esta es la cadena de las Fuerzas Armadas y Carabineros… el Presidente de la República debe proceder de inmediato a hacer entrega de su cargo’. Como contrapartida, el Presidente Allende llama desde el Palacio de La Moneda a sumarse a la defensa”, se lee en el acta de guardia de ese día en la compañía.
Posteriormente, el documento consigna: “Fieles a su promesa de quintinos y conscientes del servicio que merece la comunidad, la guardia nocturna, lejos de abandonar el cuartel, ha vestido de uniforme de trabajo, disponiéndose a luchar contra su común enemigo -el fuego- hasta su último voluntario y su último pitón”.
En los alrededores empezaba a sentirse la tensión, recuerdan los bomberos. Los civiles evacuaban rápidamente el centro y aumentaba la circulación de vehículos militares y de contingente armado en actitud de combate, dicen. A las 9:45 llega el capitán Jaime Egaña al cuartel.
A esa misma hora, Leopoldo Valdés (77), que trabajaba en Enami y estudiaba Ingeniería Comercial en la Universidad de Chile, estaba en la bomba y se vistió para ir a la oficina que quedaba en Mac Iver con Monjitas. “Voy cruzando por Moneda y veo cómo los Carabineros empiezan a abandonar La Moneda”, cuenta. Minutos antes, el papá de uno de los voluntarios pasó por la bomba y les dijo a los presentes: “La cosa es seria”. Valdés volvió al cuartel.
A las 9:45, el acta dice: “Por un comunicado nos enteramos que Carabineros ha abandonado La Moneda, ¡se inicia el ataque al palacio de gobierno! No hay habitación en el cuartel desde la cual no se escuche el tableteo de las ametralladoras, de los tanques y los fusiles SIG. Como así también la respuesta de los francotiradores apostados en el corazon del barrio cívico”.
“¡Firme la Quinta!”
Las ráfagas obligan a buscar refugio dentro del cuartel -apoyado por unos voluntarios y resistido por otros- a un vehículo radial del Regimiento Blindado nº2. Mediante éste, los bomberos se enteran que La Moneda será bombardeada a las 11 am si el Presidente no se rinde.
Además, según se lee en el acta de guardia, “por este mismo medio los voluntarios presentes en el cuartel nos informamos de que la situación en la capital es bastante crítica, ya que los elementos armados han encontrado resistencia en la Universidad Técnica del Estado y en el Parque O’Higgins se han repartido armas a civiles para enfrentar a las Fuerzas Armadas”.
A las 10:22, el comandante del cuerpo se comunica con el capitán haciéndole ver su preocupación y la del superintendente por el personal, instándolos al traslado temporal. Al mismo tiempo llegan diversos uniformados que piden dejar constancia en el libro de guardia de la imposibilidad de llegar a sus lugares de trabajo.
Los uniformados se hacen espacio en el cuartel y despliegan los mapas de La Moneda en la mesa de pool (que aún existe). A esa hora, apunta el acta de guardia, “el tiroteo se acentúa al extremo” y debe empezar a ser repelido desde el interior del cuartel. Ante esto, el superintendente llama al capitán Egaña para decir que se desaloje el edificio, pero éste responde: “No deseamos ser trasladados, pues este es nuestro cuartel y en él permaneceremos ¡firme la Quinta!”. En el acta se consigna: “Así como en 1891, en que se desalojaron todos los cuarteles de bomberos excepto la Quinta, no se movieron”.
Con el correr de las horas, la sede de Nataniel Cox se va transformando en un hospital de campaña. Hay un soldado herido en la pierna, con el hueso prácticamente destrozado y perdiendo mucha sangre. Otro uniformado es alcanzado por una bala en la espalda, comprometiéndole gravemente un pulmón; y un tercero es herido frente al teléfono, cayendo en los brazos de un teniente.
“El fuego nos cobraba ventaja”
Cerca de la hora anunciada para el bombardeo, se llamó a todos los presentes a refugiarse en el subterráneo del cuartel (la sala de palitroques). Según dice el libro de guardia, “el plazo dado por la Fuerza Aérea para bombardear el palacio de gobierno ha vencido. El tradicional cañonazo de las 12 ha sido reemplazado por una violenta detonación, cazabombarderos Hawker Hunter han dejado caer los angustiantemente esperados cohetes rockets que han hecho blanco sobre la casa de Toesca”.
Y se agrega: “Nuestro refugio antiaéreo está copado, en ambiente de camaradería y respeto se intercambian cigarrillos y tazas de café, impresiones y esperanzas, hay lágrimas de niño que consolar, hay lágrimas de hombre que comprender. Órdenes que cumplir. La radio nos entrega de pronto la proclama de la Junta Militar de Gobierno”.
Aún no había ordenes para salir a apagar el incendio. Los bomberos estaban ansiosos por ir a hacer su trabajo, y los voluntarios en sus casas miraban con atención el panorama por televisión. López y Mujica salieron de sus residencias y bajaron a la bomba. Lo hicieron con los uniformes puestos, casco incluído, ya que ése era el salvoconducto. El primero apenas cabía en su citroneta, mientras el segundo tomó prestado -sin avisarles- el auto de sus suegros.
“Queríamos salir a apagar las llamas”, recuerdan los bomberos 50 años después. Y lo confirma el libro de guardia: “Tantos ejercicios corridos en frente, tantos planes para sofocar cualquier amenaza en un mínimo de tiempo en este monumento nacional confiado a nuestro cuidado, conocimiento acabado de todos los grifos del sector y sin embargo esperar...esperar... esperar...”
“El fuego nos cobraba ventaja minuto a minuto -se consigna en el documento-, las columnas de humo se hacían cada vez más densas, ¿por qué no vamos? ¿qué esperamos? Un nuevo e intenso tiroteo proveniente de la Plaza de la Constitución contestó nuestras preguntas”.