Combate de Pachía.
A fines de 1883 cubría la zona de Tacna una fuerza que incluía a los batallones Ángeles, Rengo, Santiago 5º de línea, y los escuadrones General Cruz y General Las Heras.
No había un peligro mayor, pero sí las molestias de un caudillo de origen cubano, Pacheco Céspedes, y su montonera.
Pachía era un mísero lugar a 22 kilómetros al noreste de Tacna. La guarnición estaba compuesta por 143 soldados del batallón Ángeles y 10 del escuadrón Las Heras. Mandaba el destacamento el capitán graduado Matías López, y la tropa de caballería estaba a cargo del alférez Stangue.
En su parte López nos dice:
“a las 5:30 A.M. del día de ayer; me impuse de la presencia del enemigo que estaba a pocos pasos de nosotros por una descarga que hizo sobre el centinela del cuartel.
En el acto dispuse que saliera la tropa para contestar los fuegos del enemigo, disponiendo mi gente por grupos.
El enemigo nos había sorprendido, dejándose caer por el lado de Calana y aprovechándose de la oscuridad de la noche y de la camanchaca que hacían invisibles los objetos, aun a corta distancia, para tomar sus posiciones, que eran inmejorables.
Al efecto, nos tenían rodeados por el poniente, norte y sur, dejando libre sólo la parte del oriente en la extensión del camino público, pues detrás de las casas de ambos lados tenían diseminados sus soldados.
El enemigo se componía, a lo menos, de 400 hombres: 200 de infantería y 200 de caballería.
Estaba parapetado tras las tapias y hacía un nutrido fuego de mampuesto, teniendo una ventaja inmensa sobre los nuestros que estaban a pecho descubierto.
En medio del combate, como nos estaba estrechando demasiado el enemigo, dispuse que el alférez Stangue, del escuadrón Las Heras, diese una carga de caballería sobre el grupo más cercano que estaba hacia el lado oeste.”
Volviendo atrás del parte del comandante López, hay que decir que los Las Heras, desde el principio de la jornada, se batían como infantes al amparo de los tapiales que formaban el llamado cuartel.
El mundo que los rodeaba, aunque pequeño, se les iba encima como una cosa inmensa, aplastadora, y todos, hasta los simples reclutas, se sabían de memoria lo que significaba para los soldados chilenos, no el rendirse, cual caballeros ante fuerza mayor, sino aún el caer heroicamente como Ramírez en Tarapacá y Carrera en La Concepción.
Nadie podía hacerse ilusiones al respecto. La cuestión se reducía a morir de una vez por todas, totalmente, pero con la última bala del cinturón.
Fue entontes cuando López, ciego de ira y de coraje, sintiendo la estrangulación de la muerte, gritó a Stangue:
-¡Cargue con sus jinetes!
Aun cuando todos jugaban allí sus vidas, todos se miraron espantados.
Un caballazo de jinetes contra aquellas puertas cerradas a piedra y lodo, repletas de tiradores envalentonados por el éxito y la casi impunidad, equivalía nada menos que a una sentencia de muerte a cargo de la vida de un niño.
Stangue, sin vacilar, dio a los suyos la orden de seguirlo y, subiendo en su caballo, sereno, pero intensamente pálido, dijo a uno con triste sonrisa:
-¡Adiós, hermano!
Y volviéndose hacia un antiguo camarada, agregó con más resolución:
-¡Adiós, cumpa! Dígale a la prenda donde quedan mis huesos!
Al oír estas palabras, López que ya no veía sino la derrota que se le venía encima a sangre y fuego, se volvió airadamente sobre Stangue, gritándole enfurecido:
-Señor alférez, si tiene miedo, ¡déme a mí sus espuelas!...
Stangue, sonriéndose, respondió con cariñoso respeto
-Mis espuelas, comandante, son de mi cuerpo!...
Y clavándolas en su caballo, inclinaba la cabeza para no topar en el techo del largo zaguán, exclamó con rabiosa desesperación:
-¡Conmigo, muchachos!
Los Las Heras, que habían recibido en pleno corazón la injuria lanzada a su jefe, y sintiéndose ante la muerte hermanos con él, le siguieron sin vacilar, como un jirón de tempestad, pero Stangue, al levantar su sable en la mitad de la calle, se dobló tronchado por un huracán de balas.
A su lado cayeron dos soldados más, instantáneamente.
Agrega el parte de López que esta carga deshizo por completo el grupo que atacó, haciéndole varias bajas.
Lo que se sabe de cierto es que Stangue cayó para no levantarse más y que López, viejo tan heroico como ese niño, saltó a la calle tras la cola de los caballos al frente del último puñado de los suyos y que se batió de tapia en tapia y de casa en casa, hasta que el enemigo emprendió la fuga, y él, herido en un pie, fue recogido por los suyos.
Eran las ocho de la mañana.
Sobre el campo habían quedado:
De los contrarios, 40 muertos, entre ellos el mayor don Juan Herrera y dos oficiales.
De nuestra parte, muertos Stangue, diez soldados y un cabo del Ángeles y cuatro soldados del Las Heras.
Los heridos llegaban a veintitrés.
Horas después de este combate llegaba a Pachía el mayor don Francisco A. Subercaseaux con refuerzos. Agregó a sus fuerzas lo mejor de los fatigados vencedores, y a las cuatro de la tarde entraba en Palca en persecución de los montoneros.
Parte de esta montonera se parapetó en un desfiladero, en tanto que otro grupo coronaba una altura hábilmente elegida.
Contra los de este último, envió Subercaseaux parte de sus Ángeles, a las órdenes de los oficiales Calvo y Castro, los que en media hora de fuego y bayoneta se adueñaron de la cumbre sobre la que yacían sin vida dos oficiales y dieciocho soldados, no obstante el cansancio de la subida y el desayuno de Pachía.
Todo esto sucedió el 11 de noviembre de 1883, cuando ya la guerra con el Perú había terminado oficialmente.
Texto sacado del libro Bajo la Tienda, de Daniel Riquelme.
A fines de 1883 cubría la zona de Tacna una fuerza que incluía a los batallones Ángeles, Rengo, Santiago 5º de línea, y los escuadrones General Cruz y General Las Heras.
No había un peligro mayor, pero sí las molestias de un caudillo de origen cubano, Pacheco Céspedes, y su montonera.
Pachía era un mísero lugar a 22 kilómetros al noreste de Tacna. La guarnición estaba compuesta por 143 soldados del batallón Ángeles y 10 del escuadrón Las Heras. Mandaba el destacamento el capitán graduado Matías López, y la tropa de caballería estaba a cargo del alférez Stangue.
En su parte López nos dice:
“a las 5:30 A.M. del día de ayer; me impuse de la presencia del enemigo que estaba a pocos pasos de nosotros por una descarga que hizo sobre el centinela del cuartel.
En el acto dispuse que saliera la tropa para contestar los fuegos del enemigo, disponiendo mi gente por grupos.
El enemigo nos había sorprendido, dejándose caer por el lado de Calana y aprovechándose de la oscuridad de la noche y de la camanchaca que hacían invisibles los objetos, aun a corta distancia, para tomar sus posiciones, que eran inmejorables.
Al efecto, nos tenían rodeados por el poniente, norte y sur, dejando libre sólo la parte del oriente en la extensión del camino público, pues detrás de las casas de ambos lados tenían diseminados sus soldados.
El enemigo se componía, a lo menos, de 400 hombres: 200 de infantería y 200 de caballería.
Estaba parapetado tras las tapias y hacía un nutrido fuego de mampuesto, teniendo una ventaja inmensa sobre los nuestros que estaban a pecho descubierto.
En medio del combate, como nos estaba estrechando demasiado el enemigo, dispuse que el alférez Stangue, del escuadrón Las Heras, diese una carga de caballería sobre el grupo más cercano que estaba hacia el lado oeste.”
Volviendo atrás del parte del comandante López, hay que decir que los Las Heras, desde el principio de la jornada, se batían como infantes al amparo de los tapiales que formaban el llamado cuartel.
El mundo que los rodeaba, aunque pequeño, se les iba encima como una cosa inmensa, aplastadora, y todos, hasta los simples reclutas, se sabían de memoria lo que significaba para los soldados chilenos, no el rendirse, cual caballeros ante fuerza mayor, sino aún el caer heroicamente como Ramírez en Tarapacá y Carrera en La Concepción.
Nadie podía hacerse ilusiones al respecto. La cuestión se reducía a morir de una vez por todas, totalmente, pero con la última bala del cinturón.
Fue entontes cuando López, ciego de ira y de coraje, sintiendo la estrangulación de la muerte, gritó a Stangue:
-¡Cargue con sus jinetes!
Aun cuando todos jugaban allí sus vidas, todos se miraron espantados.
Un caballazo de jinetes contra aquellas puertas cerradas a piedra y lodo, repletas de tiradores envalentonados por el éxito y la casi impunidad, equivalía nada menos que a una sentencia de muerte a cargo de la vida de un niño.
Stangue, sin vacilar, dio a los suyos la orden de seguirlo y, subiendo en su caballo, sereno, pero intensamente pálido, dijo a uno con triste sonrisa:
-¡Adiós, hermano!
Y volviéndose hacia un antiguo camarada, agregó con más resolución:
-¡Adiós, cumpa! Dígale a la prenda donde quedan mis huesos!
Al oír estas palabras, López que ya no veía sino la derrota que se le venía encima a sangre y fuego, se volvió airadamente sobre Stangue, gritándole enfurecido:
-Señor alférez, si tiene miedo, ¡déme a mí sus espuelas!...
Stangue, sonriéndose, respondió con cariñoso respeto
-Mis espuelas, comandante, son de mi cuerpo!...
Y clavándolas en su caballo, inclinaba la cabeza para no topar en el techo del largo zaguán, exclamó con rabiosa desesperación:
-¡Conmigo, muchachos!
Los Las Heras, que habían recibido en pleno corazón la injuria lanzada a su jefe, y sintiéndose ante la muerte hermanos con él, le siguieron sin vacilar, como un jirón de tempestad, pero Stangue, al levantar su sable en la mitad de la calle, se dobló tronchado por un huracán de balas.
A su lado cayeron dos soldados más, instantáneamente.
Agrega el parte de López que esta carga deshizo por completo el grupo que atacó, haciéndole varias bajas.
Lo que se sabe de cierto es que Stangue cayó para no levantarse más y que López, viejo tan heroico como ese niño, saltó a la calle tras la cola de los caballos al frente del último puñado de los suyos y que se batió de tapia en tapia y de casa en casa, hasta que el enemigo emprendió la fuga, y él, herido en un pie, fue recogido por los suyos.
Eran las ocho de la mañana.
Sobre el campo habían quedado:
De los contrarios, 40 muertos, entre ellos el mayor don Juan Herrera y dos oficiales.
De nuestra parte, muertos Stangue, diez soldados y un cabo del Ángeles y cuatro soldados del Las Heras.
Los heridos llegaban a veintitrés.
Horas después de este combate llegaba a Pachía el mayor don Francisco A. Subercaseaux con refuerzos. Agregó a sus fuerzas lo mejor de los fatigados vencedores, y a las cuatro de la tarde entraba en Palca en persecución de los montoneros.
Parte de esta montonera se parapetó en un desfiladero, en tanto que otro grupo coronaba una altura hábilmente elegida.
Contra los de este último, envió Subercaseaux parte de sus Ángeles, a las órdenes de los oficiales Calvo y Castro, los que en media hora de fuego y bayoneta se adueñaron de la cumbre sobre la que yacían sin vida dos oficiales y dieciocho soldados, no obstante el cansancio de la subida y el desayuno de Pachía.
Todo esto sucedió el 11 de noviembre de 1883, cuando ya la guerra con el Perú había terminado oficialmente.
Texto sacado del libro Bajo la Tienda, de Daniel Riquelme.