El Olvidado Artifice de la Victoria Chilena

Nacho

Comandante de Guardia
Miembro
Miembro Regular
Un Justo recuerdo a un Gran hombre, juzguen ustedes amigos.

20 de mayo de 1880.
“Echareis de menos a vuestro lado a uno de vuestros más simpáticos y distinguidos colegas. El señor Sotomayor ha desempeñado en el curso de esta guerra comisiones tan importantes como ingratas, molestas y de gravísima responsabilidad. Las desempeñó con la laboriosidad, con la inteligencia, con la elevación de miras que puso siempre en el cumplimiento de sus deberes en una vida consagrada por entero al servicio del país. Su muerte, en vísperas de una victoria, preparada en gran parte por sus desvelos, lo privó del único galardón que la nobleza de su alma apetecía.
ANIBAL PINTO
- Mensaje del Presidente de la República de Chile en la apertura del Congreso Nacional de 1880.

“Sotomayor es el cerebro de todo esto y sin él nos veríamos en mil dificultades”
Patricio Lynch

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Don Rafael Sotomayor, Ministro de Guerra en campaña
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Vista de la pampa del Alto de la Alianza
Ese 20 de mayo de 1880, a seis días de la importante batalla que se libraría en las alturas de Tacna, y que los aliados peruano-bolivianos denominarían Alto de la Alianza en honor al pacto que los mantenía unidos, el Ministro de Guerra en campaña don Rafael Sotomayor Baeza se mostró durante la mañana, y parte de la tarde–según las crónicas- con un excelente humor y gran energía. Misma energía que venía quebrantándose notoriamente desde hacía un tiempo debido a los esfuerzos notorios y las tremendas responsabilidades que tenía, pero que en aquel aciago día le acompañaba en momentos especialmente duros para el gran colaborador civil de la guerra. La muerte de su hija Virginia el 26 de enero a la que no había podido acompañar en sus últimos momentos, y la soledad de su esposa Pabla que le atormentaba le llevó, incluso, a solicitar su regreso a Santiago, y por supuesto el reemplazo definitivo. “Mi salud (está) mala –le contaba a su amigo Vicente Dávila (carta del 11 de febrero)- Siento verdadera necesidad de estar con mi familia después de la desgracia sufrida”.
El hombre que puso todas sus capacidades para organizar las fuerzas chilenas que llevarían al país a la victoria, vivía sus últimos instantes.
Durante el periodo previo a la invasión de Tacna había hecho explorar todas las áreas costeras al norte de Arica para encontrar el sitio ideal de desembarque, lo que se tradujo en la decisión gubernamental de ejecutar la operación en Ilo ya que contaba con la línea férrea Ilo-Moquegua –una excelente cobertura para la expedición-, un puerto apropiado y, lo principal, el agua necesaria para las tropas gracias al río Moquegua que corría paralelo al ferrocarril.”Es preciso ponerse en el caso en que no sea fácil proveer a 13.000 hombres del agua que necesitan al instalarse. Cada soldado no puede pasar sin un consumo menor de 4 litros, y esta ración es mediana para sus necesidades”, decía el Ministro (carta a Augusto Matte, 17 de febrero de 1880).
Inclusive realizó visitas personales para supervisar el sitio de desembarque, en particular luego de la experiencia de Pisagua donde se provocaran disensiones entre los mandos por la elección de la caleta ideal para el asalto; llevó con estoica paciencia la agria disputa con el general Erasmo Escala por la formación de las divisiones a las que el Comandante se oponía; vigiló las tareas de cada jefe para resolver las delicadas misiones de aprovisionamiento, servicios médicos, el transporte de pertrechos, víveres y agua; dio instrucciones a los mandos de la Escuadra y del Ejército para acentuar las operaciones contra el Perú; se preocupó personalmente del embarque de los 9.700 hombres de la primera avanzada efectuado el 24 de febrero en los buques, y los otros 3.000 de la segunda; exploró el valle de Ilo, y envió la expedición a Mollendo que impidiera el movimiento y aprovisionamiento de las fuerzas peruanas situadas en Arequipa, a las espaldas de la operación, al tiempo que liberaba dos buques en el bloqueo de ese puerto; determinó trasladarse hasta Arica para nombrar al capitán Carlos Condell en reemplazo del recientemente fallecido, por el bombardeo de los fuertes en el propio puerto a bordo del Huáscar, comandante Manuel Thompson, reafirmar el bloqueo y ordenar el ataque del 5 de marzo; volvió a inspeccionar el valle de Moquegua; dispuso la salida al sur del Jefe del Estado Mayor coronel Pedro Lagos que implicó imponerse al General en Jefe y romper relaciones con éste; nombró Jefe de Estado Mayor al coronel José Velásquez; se enteró y tomo decisiones referidas a la Sorpresa de Locumba sufrida por el teniente coronel Diego Dublé Almeyda; ordenó los aprestos y las acciones en relación a la expedición de la Escuadra al Callao comenzada el 6 de abril; tuvo que lidiar con el viaje del general Escala a Santiago, que solicitó la salida del Ministro, y que –como búmeran- implicó su alejamiento de la Comandancia en Jefe del ejército del norte; otro tanto, en otro plano, para conseguir los caballos necesarios que insistía todos los días por telegramas; felicita y recibe felicitaciones por la derrota de los peruanos en Buena Vista el 18 de abril; preparaba la expedición hasta en sus detalles más nimios: caballos y mulas, víveres y más animales, aparejos, reconocimientos y excursiones, junto a ordenar bloqueos, nominar jefes y ver los ascensos de los oficiales, los que expedía transitoriamente hasta que el Gobierno los autorizara, y además, en un esfuerzo descomunal, el 1º de mayo llegó a Ite para ver el desembarco de la caballería y la artillería, la que hubo de subirse por una cuesta que agotaba a las mulas hasta la muerte, y que determinó alzar las pesadas piezas “a pulso”, en lo que participó de lleno, no sólo presenciando, sino ordenando, y a ratos, hasta metiéndose personalmente.
A los cuatro días bajo el sol en el desembarque, don Rafael le sumó su viaje de Ite a Las Yaras, lugar escogido para campamento del ejército expedicionario. Allí pudo descansar un poco, aunque siempre agobiado por el peso de las tareas y por el dolor familiar. Eso, y el aumento de los enfermos en la tropa por las fiebres y pestes que asolaban el valle de Moquegua, de Locumba y de Sama, y la infaltable labor de acumular lo necesario para el éxito de las operaciones de guerra. Una vez más don Rafael estuvo a la cabeza para ver los transportes, los animales, los pertrechos, las municiones… y volver sobre los enfermos, a los que mandaba a casa según su gravedad, sin poder considerar su propia salud.
Y escribía para contar que el domingo 16 de mayo marchaba con el Jefe de Estado Mayor a Buena Vista; el lunes 17 y martes 18 de mayo en reconocimiento del área; el 19 de mayo que esperaba poder atacar (lo que se hizo el 26), y agregaba que “luego estaré en Arica y después en Iquique”. Un resumen estrecho y corto de las mil andanzas del Ministro Sotomayor, a las que debieran agregarse las múltiples conversaciones, tertulias y coloquios que mantenían con los jefes, oficiales y soldados en sus diarias caminatas por el campamento.
A las 16.45 horas don Rafael estaba sentado en una vieja silla en la misma puerta de su “casa de campaña” situada en la callejuela que formaban las tiendas y ramadas del regimiento Lautaro en el campamento militar de Las Yaras, en Tacna. Le acompañaban, entre otros, el coronel Orozimbo Barboza, el sargento mayor Diego Dublé Almeyda, el cura Florencio Fontecilla, por entonces Capellán Mayor del Ejército, y el reputado doctor Ramón Allende Padín. Estaba con ellos, seguramente comentando las vicisitudes del próximo y fundamental lance militar, cuando recibió el telegrama enviado desde Ite por el comandante de la goleta Covadonga, el capitán de corbeta Manuel J. Orella en el que le solicitaba permiso para dirigirse desde Iquique hasta Arica a conmemorar el 21 de mayo lanzando algunas balas de cañón sobre la plaza peruana. Don Rafael le solicitó al mayor Dublé que le respondiera, con su firma, autorizando la iniciativa y felicitándolo por la fecha en que el mismo Orella había participado cuando Perú perdiera la fragata Independencia.
Instantes después se levantó para caminar los sesenta metros que le separaban del Cuartel General, pues le habían llamado a comer. Se acomodó unos segundos frente a su plato de sopa, para levantarse una vez más y dirigirse hacia el improvisado baño de campaña montado a un lado del barranco que colindaba con un costado del patio del campamento. Cuatro o cinco minutos después el sargento de guardia en el patio gritaba la alarma: el Ministro yacía en el piso.
Corrió el doctor Allende, situado a unos 20 pasos, con su maletín desde donde extrajo una “lanceta” para proceder a atender al cuerpo inerte de don Rafael; tras él llegaron el teniente Zilleruelo y el presbítero Fontecilla que lo vieron tendido de espalda, completamente vestido y con los pies asomando por bajo la puerta del baño. Lo levantaron en vilo para sacarlo del lugar y trasladarlo hasta una cama. El Ministro lucía amoratado su rostro, desmayado, de modo que el doctor Allende le sacó la corbata, le dio un tirón en el cuello de la camisa que hizo saltar lejos el botón y rasgó la tela de las ropas que le cubrían el brazo izquierdo de arriba hacia abajo, utilizando luego la propia corbata para hacerle un torniquete y proceder a “sangrarlo” en la vena, lo que fue un esfuerzo inútil. Luego, tomó la “lanceta” y le abrió una herida en el lado izquierdo de la yugular, de donde manó sangre oscura sin saltar. El corazón de don Rafael, a sus 57 años, ya no latía.
El Ministro permaneció con los ojos fijos, pétreo el rostro y el cuerpo tenso, mientras la operación del doctor Allende Padín, que duró dos o tres minutos interminables, era observada por las decenas de oficiales que rápidamente poblaron la habitación, demudados sin poder otorgar ninguna ayuda. Entre ellos, desencajado e interrogando con la vista al cirujano, estaba el general Manuel Baquedano. Como única respuesta, el doctor Allende le dijo: “Se acabó, señor”. En ese momento ingresan el coronel José Velásquez y el cirujano en jefe doctor Teodosio Martínez Ramos, quien sólo procede a certificar la muerte del Ministro de Guerra en campaña. Un ataque de apoplejía cerebral con derrame de la base del cerebro era el diagnóstico definitivo entregado por el doctor Ramón Allende.
Ese mismo día en la tarde el comandante Patricio Lynch recibía el telegrama del general Baquedano: “En este momento cinco diez minutos p.m. hemos tenido la desgracia de perder al señor don Rafael Sotomayor, Ministro de Guerra en campaña. Un ataque apopléjico le quitó la vida en menos de cinco minutos”.
Cuando se supo la noticia en el Ejército, la Armada, el Gobierno y la prensa, no se dejó esperar la reacción. El Mercurio de Valparaíso, el 24 de mayo de 1880, decía: “… puede decirse sin temeridad que al finado don Rafael Sotomayor no se le hizo en vida la justicia que merecía”. El Diario Oficial, por su parte, resumía el 25 de mayo diciendo que” el señor Sotomayor ha sucumbido seguramente al peso de la abrumadora tarea que su patriotismo le hizo aceptar sin reservas desde el comienzo de la presente lucha”. Para el ejército chileno, que lo sintió profundamente, la pérdida del Ministro fue esbozada por Diego Dublé Almeyda, quien expresó: “Los jefes del ejército veían en el Ministro Sotomayor al hombre superior, que tenía los hilos de la campaña y que había preparado todas las operaciones militares hasta encontrarse el ejército en la víspera de una batalla en que se jugaba la suerte y el porvenir de Chile”.
En el campamento de Las Yaras, ese 20 de mayo, los soldados habían preparado –como era costumbre- las funciones de títeres, los coros y entretenciones con música de las bandas de guerra. Muchos oficiales sugirieron al general Baquedano que suspendiera las actividades en respeto a la muerte de don Rafael. “No, no –dijo el gran militar- Déjelos. Que el Ministro muera escuchando la alegría del Ejército que él ayudó a crear”.
El 21 de mayo de 1880, una orden general del Ejército decía: “El señor Ministro de la Guerra en campaña ha fallecido ayer a las 5 P.M. La muerte del señor Sotomayor ha sido recibida por el ejército entero con indecible pesar; a ese dolor el país entero se unirá en breve, cuando el telégrafo lleve a nuestra capital la noticia de una desgracia que ha sorprendido a todos, porque todos esperábamos que la vida del señor Sotomayor, llena de abnegación, todavía podría prestar utilísimos servicios en beneficio de la patria… El ejército… llevará luto por ocho días”.
Ya embalsamado, el cuerpo del Ministro de Guerra en campaña fue conducido –con la escolta del coronel Pedro Lagos, 25 hombres de la caballería, y previa formación de los regimientos de la 4ª División (el Zapadores, el 3º de Línea y Lautaro que le “abrieron carrera”), y los jefes y oficiales de la totalidad del ejército expedicionario “que no estén impedidos por el servicio”- hasta Ite, donde fue embarcado en la Covadonga que lo llevó hasta Arica. Allí fue traspasado al blindado Cochrane emprendiendo su anhelado regreso a casa. En Iquique, su hermano Emilio, el coronel, lo llevó hasta Valparaíso y después a Santiago, donde lo esperaba su esposa Pabla Gaete.
En el puerto, el 19 de junio de 1880, a la llegada de los restos de don Rafael, las banderas ondeaban a media asta, y desde el fuerte San Antonio, por decreto del Intendente Pedro Eulogio Altamirano, se disparaba cada una hora un cañonazo desde el ingreso del Cochrane hasta las 18.00 horas, e igualmente se hizo desde las 06.00 horas del otro día hasta la salida del tren con el cuerpo del Ministro que lo conduciría a Santiago.
En tanto el Presidente Pinto ordenaba por decreto que el regimiento Nº 1 de Artillería disparara, desde la explanada del cerro Santa Lucía, ”tres cañonazos consecutivos, y se continuará tirando un cañonazo de media en media hora por espacio de 24 horas, exceptuando las que median de la retreta hasta la diana del día siguiente. Todos los cuarteles enarbolarán sus banderas a media asta en señal de duelo en el momento que se oiga el primer cañón”.
El 26 de mayo, el Ejército que “el Ministro ayudó a crear” triunfaba en Tacna, y el 7 de junio lo hacía en Arica, si quizás los mejores homenajes rendidos al que colaboró tan febrilmente para esos éxitos.
Llegado a Chile, se le hicieron honras fúnebres de alto nivel, varios homenajes en el Congreso, y su viuda fue visitada por el Presidente de la República, por amigos, y algún que otro enemigo, ahora subido al carro de los elogios; todos los políticos de algo, mucho o poco renombre, conocidos cercanos, lejanos y remotos, y hasta los hombres del pueblo, desconocidos con agradecimiento sincero que valoraron al Ministro cuando ya no estaba. La prensa, nada cautelosa cuando se trató de criticarlo, fue graciosamente pródiga en alabanzas para el “organizador de la victoria”. Por ley de la República, el 22 de julio de 1880 se concedió una pensión de $ 350 a su esposa y a su hija soltera.
Después, no se ha vuelto a saber de otros homenajes nacionales.