A continuación reproducimos un testimonio literario chileno.
El breve cuento “Campana de incendio”, del escritor, periodista y dramaturgo don Daniel de la Vega.
Este artista nació en Quilpué, en 1892 y murió en Santiago, en 1971. Su producción literaria, sumamente abundante, muestra un estilo inconfundible de fina ironía y románticos acentos.
Su calidad artística quedó consagrada al recibir don Daniel de la Vega, en diversas épocas, los Premios Nacionales de Literatura, de Periodismo y de Teatro. De tan fina pluma proviene este cuento digno de cualquier antología.
Daniel de la Vega
ENTONCES las noches de Valparaíso eran más solitarias.
A veces se oía el silbido de un tren desolado que llegaba a la Estación del Barón. Junto a los malecones, las grúas levantaban en la sombra sus brazos de hierro y muy lejos se movían unos faroles verdes y rojos.
En las calles centrales sólo se divisaba un transeúnte lejano y apresurado, pero en las vecindades de los muelles, en donde estaban instaladas bodegas y oficinas, la soledad era completa. Y esa noche, como muchas otras la paz nocturna fue golpeada por la voz ronca de la campana de incendio, Y esa noche apareció la primera bomba, arrastrada por los enormes caballos Cleveland, que casi llenaban toda la calle.
Los bronces de la bomba recogían vivos reflejos, y la chimenea arrojaba un humo negro y espeso, que no subía, sino que se derramaba en volutas y jirones por sus costados. Era un espectáculo. Parecía que era la bomba la que transportaba triunfalmente el incendio. Era ella el siniestro en marcha. Los bomberos, que corrían con sus cascos brillantes, animaban más la escena.
Todos los balcones se abrían ansiosamente, porque nadie quería perder tan sensacionales carreras. Un gran actor español, no sé si Vico o Calvo, escribió sus memorias, y en capítulo dedicado a Valparaíso dice que el incendio es una de sus más entusiastas actividades.
Aquella noche se quemaba una paquetería. Y no sólo la paquetería, porque los balcones del segundo y tercer piso ya arrojaban un humo lento y oscuro. Por las calles vecinas corría la gente que no quería perder el comienzo del incendio, que es la mejor parte. Pronto las mangueras estuvieron extendidas, y subieron con arrogancia las primeras estocadas de agua. Pero el incendio seguía aumentando, pues por los techos aparecían unas pequeñas llamaradas. El capitán que dirigía la operación vio que había necesidad urgente de cortar el avance rápido del fuego, y dio orden de que se abriera el almacén vecino, para atacar también por ese lado, y así circunscribir el siniestro.
Bajo las hachas, pronto cayó despedazada la puerta del almacén, y los primeros bomberos que entraron fueron sorprendidos por el cuadro más inesperado. Junto al mostrador había una vela encendida, que estaba rodeada de trapos empapados con parafina. Esos trapos se extendían en diversas direcciones, subían por el mostrador, llegaban hasta unos cajones vacíos y se enreciaban en las estanterías.
El dueño del almacén, don Bruno Schiaffino, había hecho un trabajo concienzuda Cuando la vela se consumiese un poco más, arderían las telas que la envolvían y desde allí el fuego correría en todas direcciones. Sería el incendio perfecto.
Pero antes que en el almacén, se produjo el incendio de la paquetería vecina y todo fue descubierto.
Cuando la policía detuvo a don Bruno Schiaffmo, éste alcanzó a decirle a un paisano:
– Tengo mala suerte! Siempre el árabe de la paquetería me hizo la competencia. ¡Hasta en esto! Y era verdad. Don Bruno Schiaffino tenía su almacén en la calle de la Independencia, y trabajaba con perseverancia. Pero su clientela no era numerosa. Claro que el negocio le daba para vivir, pero había meses que no economizaba ni un centavo.
Es triste -se lamentaba- trabajar sin descanso, para quedar en el mismo sitio en que estaba ayer.
Y la culpa la tenía en gran parte el árabe de la paquetería del lado, que le hacía una competencia incesante. A escondidas, el árabe a veces vendía hasta comestibles.
Tantas desgracias terminaron por cansar a don Bruno, y tomó la firme determinación de acabar esa lucha desigual. Pero ¿cómo? En las noches, se daba vueltas y vueltas en la cama, calculando las dificultades y los peligros. Su almacén estaba bien asegurado.
Pero también tenía bastante mercadería. Era necesario tener paciencia. No hizo más pedidos. Vendía y no compraba. Y cuando ya su pequeña bodega estuvo casi vacía, se decidió por el incendio. Sería un incendio ejemplar, que no sólo terminaría con el almacén, sino también con la paquetería del árabe y con medio barrio.
Había que ser heroíco alguna vez en la vida. Se decidió por la noche de un viernes. Ese día, en los momentos en que no había compradores, reunió unos sacos que habían contenido harina y comprobó cuánta parafina tenía. Para realizar su empresa no podía pensar en economías.
Estaba un poco ebrio de miedo y de ilusión. Comprendía que es hermoso cambiar de vida, romper la rutina, ver días nuevos. Cortando los sacos, sentía que es tan explorador el que se interna en la selva desconocida como el que prende fuego a su almacén.
Despachó a una mujer que pedía medio kilo de arroz y un paquete de fósforos, y cerró el almacén. Nerviosamente, puso la vela en una caja de cartón., y la colocó junto al mesón. Luego la envolvió con pedazos de sacos y éstos Los ató con otros trozos de tela que se extendían en varias direcciones. Por último, regó todo con parafina. Cuando encendió la vela, vio que su mano temblaba.
Después se acercó a la puerta, y escuchó el paso de los transeúntes. Cuando ya no se oyeron pisadas, abrió la puerta y salió calmadamente. Había leído que los delincuentes son descubiertos por su nerviosidad. Cuando le puso llave al candado, pensó que era la última vez que cerraba su negocio. Era su despedida. Y se encaminó hacia su casa.
Tuvo que comer a la fuerza, sin revelar que los alimentos le producían repugnancia. Suspiraba pensando en los sacrificios que exige el comercio. Después de comida, quiso leer los diarios, corno todas las noches. Pero no veía las letras. No entendía una palabra. Pudo simular que leía atentamente. Estaba cori los ojos fijos en unos avisos, cuando sonó la campana de incendio. Don Bruno sintió terror, y se puso de pie murmurando:
-Incendio…
Se asomó a una ventana. No se veía nada extraordinario.
Pero no podía estar quieto. y tomó su sombrero.
-Vas a salir? -le preguntó extrañada su mujer.
-Sí. Parece que el fuego es en Independencia.
Salió y echó a andar rápidamente.
Al llegar a la calle de la Victoria, vio en la altura el resplandor rojo.
Volvió a sentir un miedo horrible.
Al doblar por la calle de la Independencia. vio a unas mujeres que corrían y decían:
-¡Se está quemando la paquetería del turco!
Don Bruno pensó que estaban equivocadas. Muy explicable, porque la paquetería estaba junto al almacén. Luego vaciló. También era posible que el fuego hubiese pasado por el entretecho, y luego habría aparecido sólo por la paquetería. Su asombro se produjo cuando se acercó al sitio del siniestro, y vio que efectivamente era la paquetería la que estaba ardiendo. ¿Cómo podía ser posible tal absurdo? Creyó que su nerviosidad lo había enloquecido. Pero él veía cómo sallan ya las llamas de las ventanas de los altos de la paquetería, y su almacén continuaba cerrado y sin una luz.
Se acercó otro poco, y vio que los bomberos despedazaban su puerta a hachazos. Comprendió que iba a ser descubierto, y sintió un frío intenso. Huyó torpemente por entre los grupos de espectadores. Tropezaba con mangueras y con muebles que habían sacado a la calle para salvarlos. Sentía necesidad de pedir auxilio, de implorar a un dios que lo amparase. Después de correr un poco, se detuvo. ¿Y si no lo habían descubierto? ¿Y si ya estaba su almacén ardiendo por dentro, y ya había desaparecido la vela con los sacos? Volvió, lentamente. Y horrorizado alcanzó a ver que el interior del almacén estaba en sombra.
Los bomberos entraban y salían en su almacén, y algunas personas se agrupaban tratando de ver en el interior.
Unos muchachos reían, y una mujer preguntó.
-¿Es verdad? ¿Es verdad que estaban preparando otro incendio? ¿Pero cómo?
Fue entonces cuando dos policías se le acercaron, preguntándole:
-¿Es usted Bruno Schiaffino?
-Yo…
Lo tornaron de una manga, diciéndole:
-Venga para acá.
Alcanzó a decirle a un amigo italiano que pasaba a su lado:
-Mala suerte. El árabe de la paquetería siempre me hizo competencia. ¡Hasta en esto! Y, conducido por los policías, el resplandor del incendio le alumbro el camino entre las mangueras y los muebles y los charcos de agua.
Fuente: http://segundinos.cl/web/breve-cuento-campanas-de-incendio/